¿CON QUÉ SE COMEN LAS PROTESTAS PACÍFICAS?



De las protestas violentas, se sabe bastante. Con sus aciertos y despropósitos. Se cantan las victorias y se lamentan las derrotas. Puede recodarse como tragedia o como epopeya. Así que una revuelta armada o una guerra, no nos es extraño: la estudiamos en la Independencia, la vimos en la Segunda Guerra Mundial y está presente en las películas históricas, de acción y ciencia ficción. Por el gusto del público, en la mayoría de los casos tiene un final complaciente: o sobrevive el héroe del relato o al menos su causa. Pocas películas se pasean por la posibilidad contraria o exploran la fuerza del mal. Incluso, si lo hacen, es común en las películas de terror, cuyo objetivo y venta está en proporcionar dosis racionadas de pánico al espectador, para que luego regrese a la vida con el alivio de quien se despierta de una pesadilla. Así que el talante humano y la cinematografía encuentra como veta casi que inagotable las historias que avanzan a punta de golpes y bayonetas. Solo que todos se sienten identificado con el personaje que sobrevive a la historia, al menos hasta los últimos cinco minutos. Nadie se siente parte del elenco que pierde la vida por el camino de la historia.

Mucho se habla de la protesta y la lucha pacífica. Pero como eso no es lo habitual, algunos la proponen (y otros la asumen) como si se tratase de protestar con pancartas a la salida del metro de Tokio. Otros, como si la figura inspiradora fuese la del adolescente en pleno berrinche porque le quitaron el celular o no le dejaron ir a la fiesta. Y el gobierno, contra el que se pretende protestar, recuerda que debe ser pacífica y no violenta. O sea, el destinatario de la protesta pretende advertir ¿paternalmente? la manera de protestar: pacífica. Que quizás equivalga para ellos algo así como inocua. Y la protesta, por muy pacífica que sea, no puede ser inocua.

Así que nos conseguimos con un primer desafío que el venezolano debe desterrar de su mente: no se le puede dejar al Estado paternalista que asuma roles de padre con la gente (con todos y, sobre todo, la que está inconforme). El desterrar de los límites geográficos de nuestra mente tal idea (¿introyectada?) ya es un paso de liberación. Porque significa que yo renuncio a ser adolescente para transformarme en adulto, y quizás en adulto huérfano. Quiero decir, excepto que medie la experiencia religiosa, yo debo reconciliarme con el padre que tuve, sea de crianza o biológico, asumir sus carencias y ausencias, sus aciertos y errores,  y no utilizarlas para justificar cualquier tropelía que se me ocurra, y, por supuesto, seguir adelante. Me reencuentro con el padre que tuve y no le pido al Estado que haga las veces de sustituto. Esto sería sano: porque el Estado debe ser Estado y no padre y, por ejemplo, el presidente debe ser presidente y no padre. Puede que respetuoso o reconocedor de la dignidad de las personas. Pero ser lo que es y no lo que no es. Se le exige por lo que debe ser, y no por lo que me gustaría que fuese, o por mi vacío interior. Porque transformarse en “padre” puede irle dando cabida a maniobras de sujeción y dominación, como la culpa. Es dejar que me domine interiormente.

Porque en las relaciones paterno-filiales entra el afecto y la culpa. De hecho, la culpa psicológica está ligada, en el sentido patológico, no directamente al contenido de la acción de la cual conscientemente me arrepiento, sino al malestar. Un evento de poca monta puede tener una carga de culpa desproporcionado. Y es que la culpa paraliza y sujeta, porque el individuo confunde acríticamente lo que es como persona con lo que siente. Ocurre con personas enfermas físicamente, si arrastran cargas de culpa: su malestar lo relacionan con eventos anteriores, asociación probable si no he cerrado situaciones pasadas (darles conclusión y pasando la página). O sea, la relación no es de causa-efecto (esto ha originado esto otro), sino de asociación (aparecen simultáneas, por lo que la persona cree que están vinculadas). Así que amar a los gobernantes no puede ser sujetarse afectivamente a ellos y sus dictámenes, pues el ciudadano siempre debe ser crítico de cómo el gobierno usa el poder que se les ha delegado. Es otra clase de afecto.

Y, unido a esto, la persona que quiere transformarse en adulto, sobre todo en el campo de la ciudadanía, debe contar con cierta madurez moral. Me refiero que, en su interior, debe haber llegado a cierta visión, cierta síntesis, donde se identifica lo que se considera que está bien y lo que se considera que está mal, lo que llamamos principios y valores. No puede hacer lo que le dé la gana, porque nadie lo controle, pues sería propio de adolescentes. No puede hacer lo que circunstancialmente le conviene por serle beneficioso, en unos casos, y en otros hacer o exigir lo contrario: es la incertidumbre de quien sufre enanismo moral y la doble moral. Por ejemplo, quien es fiel a su esposa cuando a la vista no hay otra mujer más bella, pero no es así, si aparece. O le pide a ella lo que él no da, o viceversa. O quien se guía estrictamente por el manual de procedimientos de la empresa, si le conviene, pero se lo salta cuando no. O el que cumple con unas leyes en alguna oportunidad, pero no en otras. Es la clase de persona que denuncia conductas de funcionarios que luego repite cuando está en funciones. O de policías que esperan rectitud en los jefes, pero que ellos no manifiestan tener en su trato con los ciudadanos. Así que una persona que quiera ser adulta, debe tener una síntesis provisional de lo que está bien y mal en sí mismo. No por conveniencia. No porque me beneficia. Sino porque creo que es así, que me obliga a actuar de determinada manera y no de otra. Puede revisarla, puede dejarse interpelar, pero debe contar con una síntesis que forme su conciencia moral, a la que se debe ser fieles. Provisional quiere decir que puede evolucionar y afinarse.

Esto segundo también es muy importante. Porque un Estado-padre puede buscar dominar las conciencias por el afecto (y brindar seguridad) y manipular al ciudadano fijando lo que, según él, está bien y está mal. En el caso venezolano, una protesta que hizo mucha mella en el gobierno, independientemente si fue errada o se sobrestimó la capacidad de obligar al gobierno a renunciar, fue el paro petrolero del 2002. Por eso el gobierno se encargó de avergonzar y culpabilizar a quienes apoyaron dicha acción. Igual que las acciones de abril de ese año, que terminaron en el derramamiento de sangre del viernes 11 de abril: puede que la decisión de acercarse a Miraflores hubiese sido temeraria, considerando la naturaleza del régimen, pero luego el gobierno se dedicó a lavarse el rostro, exculpar a los suyos y hacer recaer las culpas sobre chivos expiatorios de la oposición. Porque esa ha sido la condición de los metropolitanos, los policías presos no por razones políticas, sino por conveniencias para la narrativa, según la versión del gobierno. Acto monstruoso donde la dignidad del ser humano no vale nada. Se escogió un villano y, por supuesto, a funcionarios sin capacidad de defensa. Carmona Estanga pudo haberse fugado, cosa sospechosa para una persona de su edad y recorrido (¿hubo algún acuerdo?). Los metropolitanos no tenían la capacidad de ser canjeables: su valor añadido (la plusvalía de Marx) la tienen en cuanto que están presos. Si uno se suicidó, es un daño colateral, en el rebuscado lenguaje militar, donde no existe la conmiseración.

Protestar pacíficamente no consiste en realizar escenas de histeria sin vidrios rotos ni en pacifismos “alcanfortizados” y, menos, los opiáceos y “come flor”. Se asume otra estrategia por variadas razones: la primera es por la aspiración misma a una sociedad mejor y más civilizada (recuérdese cómo Rómulo Gallegos contrapone la figura de la ley y civilidad de Santos Luzardo a la de la fuerza y la barbarie de Doña Bárbara). Pero conlleva también el realismo a priori, que las armas las tiene un solo lado del conflicto. Es más, una acción violenta justifica ipso facto el uso de la represión armada: es evidente que se atenta contra las instituciones establecidas, sin atender la justificación moral. Así que una protesta pacífica no puede ser algo tan inocuo que ni siquiera llame la atención del gobierno, ni algo tan violento que la contradiga. Incluso su eficacia y objetivos están más allá de la violencia, y la violencia es impedimento para conseguirlos. Los daños colaterales no son simplemente de caídos en el campo de batalla, sino los resentimientos y heridas morales que debe curar la sociedad en sí misma. La protesta pacífica debe tener su propia contundencia.

El primer elemento que debe tener, si quiere ser contundente y consistente, es la libertad y resistencia psicológica. La protesta pacífica manda un mensaje contundente: a pesar de la situación, independientemente de que hagan lo que hagan, no me dejo dominar psicológicamente. El objetivo de todo régimen autoritario está en la sujeción de los ciudadanos de cualquier país. Mientras necesite hacer alarde fuerza, está haciendo simultáneamente confesión de debilidad. Pues la victoria consiste en que el ciudadano deje de resistir, porque interiormente ya ha sido dominado. Que acepte como natural lo que no es. Y que, inclusive, lo reproduzca como patrones de conducta que pueden ser transmitidos y enseñados por generaciones.

La resistencia pacífica, que tiene que contar con gestos y acciones, busca mantener en sí mismo y en otros ese sentido de independencia interior. Que no es ausencia de valores, sino de valores libremente compartidos y no impuestos. Que tienen consistencia en sí mismos. El hablar, el no callar, tiene que ver con esto ¿Por qué el esfuerzo en hacer callar cualquier disidencia de cierta resonancia? Porque el régimen debe dominar sobre ello. Porque opinar abiertamente es admitir que hay un terreno donde el Estado no ha conseguido ser totalitario. Donde es posible que se geste resistencias concretas, que merman y cuestionan el poder. Donde sigue prevaleciendo los valores de libertad propios del sistema democrático que se quiere desplazar. El “yo no me callo” es un farallón donde se estrella el despotismo. Tengo derecho a pensar y hablar diferente, y lo uso, por lo que digo cuando yo no estoy de acuerdo. De ahí que se haya salido a la caza de personas cuyo único crimen, no reflejado en ninguna ley, es escribir una protesta sobre 140 caracteres.

El segundo elemento es la consistencia y contundencia moral. Está relacionado con lo que se decía antes. Puede que no estemos de acuerdo cien por ciento en lo que es bueno y no lo es. Depende de muchos factores, inclusive religiosos. Claro que siempre hay cierto consenso. Inclusive las personas no son amorales por naturaleza. Mas no permite que sea infiltrado por el Estado en las conciencias, una moral a la carta para controlarlas. Pero lo que sí resulta evidente es la contradicción cuando se actúa a contravía de lo que se dice creer. De hecho, es uno de los mayores enredos que tiene el gobierno. A él no le interesa que el ciudadano piense, ni el adepto al gobierno, porque va a ver evidente la contradicción. Prefiere descalificar, justificarse, hacer ver que eso es natural o, con sencillez, que así actúa el ser humano de cualquier condición o que tan simple como que él controla el poder y hace lo que quiere, como buen padre déspota. Que al revolucionario todo le está permitido y perdonado, no así a los que llama reaccionarios. Pero aquí hay un desgaste importante. Porque para que la gente no piense (su gente), debe tenerla satisfecha. Y sus CLAPs y demás mecanismos están colapsados por las corruptelas, la falta de suministros y mercancías y la escasez de divisas. Para controlar necesita apoyarse en cantidad de grupos que ven, día a día, como testigos de cargo, las incoherencias y contradicciones entre el discurso (lo que se dice) y la praxis (lo que se hace). Entre lo que dice por televisión o a nivel internacional y las órdenes que se imparten al interior de cuarteles y ministerios. Se habla del servicio al ciudadano, pero este es abusado por funcionarios. Quien participa en el elenco de esta obra de teatro, puede ver lo que ocurre en los entretelones. Sabe que mucha decoración es de utilería. Que las maestras siguen ausentándose de las escuelas populares. Que el hambre no ha sido derrotada en Venezuela, por mucho que quieran que la FAO registre lo contrario. Que las cosas cada día están más caras, y eso no es una buena noticia para el comerciante, que vende a su vez menos. Que la educación superior de institutos bolivarianos no responde a los estándares que se quisiera. Que los sindicatos son una correa de transmisión y de control del gobierno. Que grupos delictivos con permiso les han dado el sagrado nombre de “colectivos”, tienen la función de aterrorizar e intimidar. Las noticias sobre la infiltración del narcotráfico en el alto gobierno son, para muchos ciudadanos, un asunto creíble y alarmante; pero para quienes están dentro, no es un asunto de creencias: son datos, son decisiones, son explicaciones a lo que se ve y ocurre, con rostros, nombres y apellidos.

Así que una protesta pacífica pero contundente debe partir de la convicción e integridad moral. Mal servicio presta quien tenga otros intereses o tenga pasado sin enmendar. Para el Che Guevara la justificación de la Revolución cubana no estaba en el dogma de la dialéctica de la historia, sino en sus razones éticas. La ética les daba la razón sobre el capitalismo. La admiración que causaban las FARC en algunos sectores de la población colombiana, al menos décadas atrás, se debía a la capacidad de sacrificio y convicción de esos que decidieron irse “pa’ la montaña” (montes y selvas). Puede uno diferir en cuanto a la nobleza de los ideales, la viabilidad del proyecto o la perversión en secuestros, tráfico de drogas y vacunas a hacendados y ganaderos, pero en algún momento causaron impacto en muchos sectores de la sociedad colombiana, no por delincuentes, sino por su capacidad de sacrificio por una causa mayor, según ellos, por el bien de todos. Eso mueve los cimientos morales y existenciales, la misma jerarquía de valores, aunque, como digo, fuese real pero equivocado, o solo fingido. Solo que pretendo recordar el impacto que causa el ejemplo o coherencia moral. Alguien dijo en una oportunidad que el riesgo de que expandiese cualquier herejía dentro de la Iglesia católica, en ciertas etapas de la historia de la Iglesia, residía en la conducta ejemplar de quienes defendían peligrosos errores más que en sus argumentaciones. El ejemplo moral tiene un efecto propagandístico insustituible, que debe estar presente en la protesta pacífica, impostergable.

La protesta pacífica no solo anuncia un sistema valores distintos a la sociedad marxista que se quiere imponer, sino que denuncia y desnuda las contradicciones internas. De tal manera que erosiona las convicciones morales de quienes sirven de apoyo para la decadencia en que vivimos. No debe despreciarse el efecto que puede causar. No todos están dispuestos a mirarse en el espejo, para ver en él un animal de consumo, de tiro, o una bestia sedienta de sangre. El ser humano necesita razones para actuar con toda la fuerza de la represión, o se tiene que inventar exculpaciones que le libren de vivir bajo la sombra de los remordimientos.

No es que haya que abandonar la mesa del diálogo. Es que en este momento es inviable. Porque las reglas hacen que todo lo que encuentre en ella la Oposición, prácticamente será de ganancia. Y todo lo que halle el gobierno, será pérdida y partición del poder. Por eso es que no cede en nada, fuera de ganar tiempo y desgastar, aprovechándose de la codicia opositora que recoge migajas y entrega posiciones.



En el momento en que las protestas pacíficas sean lo suficientemente contundentes como para querer controlarlas, en el momento en el que dichas protestas se escapen de sus manos, en el momento en el que el efecto erosivo sea tal que suponga una pérdida del poder en dirección hacia el caos que los pueda englutir, en ese momento, sin que paren las protestas, habrá las condiciones para dialogar. Pero hay que recordar que no consiste en salvarle el pellejo a la gente del gobierno: allí hay gente que, si existiesen instituciones independientes, por lo menos debería ser investigada. Lo que se debe salvar es la posibilidad de alternancia del poder en el marco de la Constitución, respetada y no manipulada. No solo que los que hicieron de la política su profesión puedan seguir alimentando a sus familias (eso dependerá de cómo lo evalúe la gente y del voto ciudadano), sino que quieren se sientan identificado con una u otra opción política, puedan organizarse y competir electoralmente. Por supuesto, ello implica una pequeña pero sustancial conversión: no caminamos hacia un estado totalitario según el modelo marxista, sino que se vive y convive en el marco de separación de poderes de la Constitución actual, que refleja las propuestas de la Revolución Francesa. Si por revolución bolivariana algunos entienden algo parecido, podrá convivir con otras propuestas ideológicas. Si por revolución bolivariana se entiende una reedición tropical de la tragedia soviética, no. Tendrá que ser desechada al basurero de la historia.

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