FEBRERO 2017: ¿DÓNDE ESTÁ PARADA VENEZUELA?
Es de noche. No solo por la hora
en que escribo y por las evidencias que me muestra mi ventana. Sino porque esa
es la densa y penumbrosa atmósfera que envuelve a Venezuela. O la que quieren
hacernos sentir.
Con lo cual hay que hacer una
pequeña corrección: no todo lo que se siente, es cierto. Una persona titiritando
de fiebre siente frío, aunque la sufra, como aquellos trabajadores agrícolas de
mediados del siglo XIX, de fiebre amarilla en La Trinidad de la Fría, pueblo
tachirense al sur del lago de Maracaibo. Lo que se siente es un síntoma, que
merece atención, pero que necesita completarse y corregirse desde la razón. No
la razón ideológica del siglo XXI, sino la francesa del siglo XVIII: una razón
meticulosa, escudriñadora, nada complaciente, que disecciona y, cuando llega
tarde, hace autopsias. Una razón que no se pelea con el sentimiento o la
emoción, pues estas ofrecen registros de la realidad, como la misma
sensibilidad y hasta contrición, pero que no se deja maniatar ni expulsar de la
ciudad de los hombres.
Así que para aquellos que tienen
como profesión el optimismo, este aterrizaje de emergencia no resulta nada
fácil. Unido a la caída libre de la economía, Venezuela goza de amplios
anaqueles con toda una impresionante exhibición de carencias, envidia del
hemisferio y del mundo entero. Las felices colas donde se unen los que antes se
enfrentaban desde bandos políticos contrarios, debe ofrecer recetas de
reconciliación jamás imaginadas por Amnistía Internacional. El vagar y divagar
buscando medicamentos ha hecho que las ciudades sean menos extrañas para sus
transeúntes, amén de los que han sido obligados a hacer turismo a los países
vecinos, lidiar con las matemáticas y el cambio de moneda y comprobar lo
infelices que viven los que por nacionalidad no gozan de cuestiones tales como
de vivir en este terruño o portar en el bolsillo un carnet de la patria. Esa
inmensa oportunidad que brindan los políticos para no hacer nada hablando
mucho, en lenguas incomprensibles no solo para la población sino también entre
ellos, forma parte de este fantasmagórico mundo. La sacralidad que reviste la
liturgia de los protocolos diplomáticos han conseguido, nada fácil para ciertas
organizaciones mundiales encapotadas de clandestinidad, que recen un “padrenuestro”
de la mano del enviado del Vaticano. En este mundo revolucionario y subvertido
(revolución y subversión pueden ser lo mismo, en su sentido original, que es
darle la vuelta a las cosas), quienes están en el poder conocen de cerca a los
carteles de la droga, con información de primera mano, inclusive por estar
sentados a la derecha o a la izquierda en el gabinete o los almuerzos. Esa
costumbre tan criolla de pagar para obtener cualquier documento ha tenido su
versión sofisticada cuando está tan internacionalizado como el petróleo, los
concursos de belleza o el sistema de orquestas: cualquier con suficiente
músculo económico con el rostro de Washington tiene acceso a lo que el resto de
los mortales de esta tierra de gracia no tenemos, un pasaporte. Y, por
supuesto, con tal cantidad de escenarios, no hace falta que nos lo cuenten: por
eso que el gobierno ha tenido el tino de sacar del aire a CNN, no vaya a ser
que cuente lo mismo, pero de otra manera… y eso nos confunda.
Por esa costumbre del
positivismo, además de la atención de la historia a los políticos, pareciera
que la atención está ligada a los que son filmados y fotografiados. No tengo
inconveniente en narrar la historia desde esta perspectiva, pues no resulta
fácil hacerlo de otra manera. Una historia social tiene sus complicaciones,
además de la necesidad de combinar diversas metodologías, no sea que se
promueva la versión marxista con preguntas tales como: ¿quién tiene el poder y los
medios de producción? ¿quién oprime? ¿quién es oprimido? ¿quién le rompe la
cerviz a quién? Y ahí acabe todo.
Hay una auténtica resistencia que
se da y debe darse en la sociedad, en todos sus estratos. Es una resistencia
que no necesita tampoco del Art. 350, que está ligado a la desobediencia. Que
va más allá de la desobediencia, más si la entendemos como pataletas de
adolescentes. Es la fidelidad a nuestras raíces e identidad cultural. Lo que
somos, pues. Con ello, por supuesto, estamos haciendo no poca cosa: estamos
delineando el terreno de juego. Quien quiera sacarnos de éste, que no cuente
con nosotros. Es una resistencia cultural, que tiene mucho de dignidad y
autoestima. Que necesita ser desempolvada del polvo de los tiempos y otras
escorias. Y que no es ni fácil ni evidente, pero es real. Recuperar lo que
somos implica, paradójicamente, en reconocer lo que somos. Y esto resulta,
dentro del drama que vivimos, algo fascinante. Porque es, en primer lugar, una
tarea de sincerarse. El venezolano “vivo”, que se ha arrimado al poder o al
partido, que consigue a cualquier precio de dignidad una bolsita u otra cosa,
sabe que tan cosa no está bien. Puede que no lo diga, pues considera que no
tiene otra forma. Pero ello no implica que esté de acuerdo. El que lo hace por espurios
negocios, sea para montar un medio de comunicación, una fábrica, vender
tuberías o lo que sea, sabe que obra de manera práctica, pero contra su
conciencia. Porque no ha sido ni la suerte ni su ventaja competitiva lo que le
han permitido llegar a donde está, sino el cálculo inescrupuloso e inestable de
haber vendido la conciencia. O sea, hay un fondo que nos permite diferenciar
los resultados inmediatos a la licitud de las vías. Y, si alguno considera, que
debe ser así, es por resignación, no porque crea que la vida es más hermosa de
esa manera. Como los agradecimientos de la “Misión Vivienda”: si yo hablara mal
del gobierno, este u otro, porque no me concedió mi vivienda, pero dejo de
hacerlo porque a mí se me asignó, aunque a los demás no, es señal que la
conciencia tiene luchas silenciosas. Hasta los sobrevivientes de los campos de
concentración debían enfrentar la culpa de preguntarse “por qué yo sí y los
demás no”, cuando se acordaban de los que se habían quedado por el camino.
Pero esta especie de sustrato,
lejos de las retóricas revolucionarias (y las de color contrario), no es homogéneo.
Tiene elementos comunes, pero no todo es igual. Porque los valores,
convicciones, visiones y acciones se desarrollan en contextos distintos, con
problemáticas iguales y diferentes. Un empresario puede necesitar acceso a
divisas y que liberen los precios, para conseguir que arranque su empresa.
Seguridad jurídica y para el transporte de mercancía. O los repuestos de los
mismos. Pero una familia en zonas populares puede tener necesidad inmediata de
seguridad para ir a matar tigritos y sacarse una “chamba” (trabajos esporádicos).
Una familia, donde no haya sostén del hogar, porque lo mataron o “se pintó de
colores” (desapareció, que es una de las estrategias no solo para variar de
pareja, sino de conseguir el alimento, según informe de Cáritas) que esté
fluctuando con la pobreza, modificando su estilo de alimentación, necesita de
una red de apoyo para dejar a los niños y salir a trabajar, que no lo requiere
la familia de clase media o alta. La necesidad de organizarse en un barrio,
para atender necesidades culturales y deportivas y ocupar a niños y jóvenes, no
la tiene quienes hayan tenido acceso a clubes… Toda esta sociedad, así de
diferenciada, puede coexistir, integrarse y apoyarse, con eso que se ha llamado
sinergia. Pero no todo viene dado de antemano y los políticos, esos que buscan
acaparar las soluciones para que nadie más las solucione, no van a permitir esa
pérdida de poder. De ahí que el diálogo, necesario entre cierta casta de
políticos, y no la camarilla que hay de incapaces, cómplices y narcotraficantes,
más debe de potenciarse en el encuentro y diálogo dentro de los barrios, entre
quienes provienen de corrientes políticas diversas pero que la realidad ha aglutinado.
O entre los diversos empresarios y comerciantes. O entre estos y trabajadores.
O grupos sociales distintos. El escucharse, conocer las razones, entender las
diferencias y llegar a acuerdos de convivencia, es vital. No se puede estar
preguntándole a los espectros qué es lo que ellos harían, llámense Marx, el
Che, Bolívar, Chávez o cualquier otro (que pena no incluir otros más del
imaginario de derechas, pero es que la derecha tiene enfermedades distintas a
la necrofilia).
La auténtica resistencia proviene
de una base más profunda más allá de la simple distribución de poder. Y es
mucho más firme. El caso polaco fue así: fidelidad a las raíces ante el
zarismo, el nazismo y el comunismo soviético. Obstinación y resistencia en base
a lo que se es, que es una resistencia ontológica (ligada al ser, no al hacer).
Fidelidad a la historia, la lengua, las tradiciones, los cuentos, las leyendas,
el teatro, la literatura, la música y a la manera de desenvolverse día tras
día. El poder y las armas coaccionan, pero no convencen. La auténtica
pretensión hegemónica de este régimen, que el mismo cardenal Urosa ha
calificado como de dictadura (si no hay elecciones, ni independencia de
poderes, ni respeto por la Asamblea Nacional, ¿cómo se llama?) es penetrar las
mentes. Una revolución cultural, que diría Mao. Lo que intenta la ingeniería
social en otras sociedades. Pero el ser humano no es programable, por más que
la ciencia de la informática ofrezca un paradigma funcional hasta cierto
límite, para entender la psicología humana. La máxima aspiración del poder
total, de ese “ser como dioses”, es el que para ser obedecido no se necesite de
la coacción y represión, solo la orden. Es la conquista total. Lo más parecido
sea la sociedad de Kim Jong-un en Corea del Norte: pueblo y militares se
inhiben de cualquier disidencia. Por supuesto que no son un Luis XIV.
El 350, ese artículo de la
Constitución de la República Bolivariana de Venezuela, tiene sentido desde una
base cultural y antropológica de este tipo. Desde los valores compartidos que
implican una auténtica ética. No desde pataletas o malacrianzas. Ni desde una
desobediencia que necesita de la aprobación de los políticos de la otra orilla.
Y que impulsa un cambio de hacer política y, por consiguiente, de políticos.
Y la mayor resistencia debe
comenzar por algo muy sencillo, que debería ser muy civilizado: no callarse.
Ante la sensación de hegemonía, ante la amenaza, ante coartar la libertad de
prensa, conciencia y opinión, no callar. Las manifestaciones es una manera de
no callar, de decir “tú no me controlas, yo sigo haciendo lo que tengo que
hacer”. Incluso las iglesias y parroquias
pueden ser una buena escuela para ejercitar la objeción razonada y manifestada
con respeto, en asuntos concernientes a la propia parroquia o a decisiones no
en cuanto a la fe y costumbres, sino a la conducción de la Iglesia dentro de la
comunidad concreta donde haga vida. Sobre todo, en esas áreas donde se debe dar
abiertamente la opinión, que debe el párroco (en el caso de la Iglesia
católica) escuchar con respeto de su consejo pastoral, y que no debería
apartarse de él salvo razones calificadas como graves para su conciencia y
responsabilidad.
Pero esto, de nuevo, no quiere
reforzar la manera como a veces, de forma altanera, buscamos superar las
diferencias. En grupos deportivos culturales o deportivos, un lenguaje claro
pero respetuoso de la opinión contraria es fundamental. Cuando las comunidades
hablan con los políticos deben manifestar respeto, pero no adulancia y
servilismo. Claro que se debe tener el coraje personal y el apoyo de la
comunidad para usar de palabras altisonantes, cuando el político pretenda que
está allí para hacer gala de despotismo y grosería. Ante el poder de la petulancia
se requiere siempre de una dosis de irreverencia. No callarse cuando se hacen
mal las cosas, incluso ante funcionarios policiales o militares: no es buscarse
problemas gratuitos ni traer al momento a las mamás de unos y otros, sino de
hablar a la conciencia (“esto que haces no está bien”, “así no se construye un
país”, “Venezuela necesita que tú cumplas con tu deber”, “sé que no te pagan lo
que debieran, y te apoyo, pero no te corrompas, para que tu hijo no se avergüence
de ti”). No es un acto de manipulación, sino de concientización.
Esta es la Venezuela en la que
estamos parados: un gobierno que está bailando al ritmo que otros le ponen, que
ostenta seguridades que no posee, que dice que “la función debe continuar” (Chávez
ante la tragedia de la refinería Amuay, en el 2012), mientras Sebastiana
Barraez desliza que “hay ruidos de sables en la Fuerza Armada”, con un
vicepresidente cuestionado, narcosobrinos detenidos, el “Pollo Cárvajal”
salvado a última hora de una extradición, los lazos nada claros entre Rodríguez
Chacín y las Farc y negocios afines, los años en que el anterior salió de la
escena política hasta su reaparición, cuestionamientos del Departamento del
Tesoro contestados por Freddy Bernal… Así son las cosas.
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