LA VIGENCIA DE LA DISCUSIÓN TEOLÓGICA, A PROPÓSITO DEL PRIMER ENCUENTRO IBEROAMERICANO DE TEOLOGÍA EN EL BOSTON COLLEGE



La teología no es otra cosa que la manía de hacerse preguntas para apuntalar el camino de fe. Quizás tanto más necesario en cuanto que el ser humano es un perfecto falsificador. Tiene la tendencia de amordazar lo que es sublime, para reducirlo a una altura manipulable. Tan manipulable, en ocasiones, como cuando los conceptos cuando carecen de carne, que calzan perfectamente en un florido discurso que recuerda las gnosis antiguas. O que cuartean las relaciones fraternas tras un baño de pietismo. O, peor, que sirven de fachada para justificar a las bestias del libro de Daniel, esos personajes que simbolizaban los imperios de la antigüedad, hoy en día trasmutados en sistemas políticos y económicos bautizados como infalibles por la hegemonía de la… opinión pública.

Así que la teología no es solo una alerta, sino un centinela que otea en la noche de la historia. Puede que no sea más que una voz, pero inmersa en la andadura del pueblo. Que reconozca la responsabilidad jerárquica de los obispos a la hora de definir la norma normata de la fe, pero que también incomode desde la ortodoxia (fidelidad a la fe) para volver la mirada hacia aspectos claves rezagados (como ha sido la ortopraxis). Que no sea complaciente ni busque la adulación de las editoriales. Y que también, intentando servir a la verdad, se reconozca como falible, que puede equivocarse. En toda búsqueda teológica hay aciertos y pasos en falsos, y unos y otros forman parte del mismo proceso de acercamiento, de darle direccionalidad a la vida.

La teología no consiste en manipular ideas condensadas en las páginas blancas de los libros, por mucho que implique leer. Por un lado, refleja, a partir de la Sagrada Escritura y experiencia vivida por la Iglesia (Tradición), la conciencia que tiene la Iglesia de sí misma, de su camino, retos, desafíos. De su identidad y quehacer. Pero, por otro, tiene la sublime y delicada tarea no solo de ayudar a comprender conceptos, sino de reconocer la presencia del Señor en la propia historia y en la historia de los pueblos. Y para aquel que se ha sentido atraído por la causa del Evangelio, tal propuesta es inaplazable. La vida gravita en relación con lo que se identifica como su presencia y la Voluntad salvífica del Señor sobre la historia y las personas. Es la balanza donde se pesan las acciones y las decisiones. Estructura jerárquicamente los valores que impulsan la vida. Juzgan esta realidad, desde la exigente misericordia del Señor, entre lo que hay y lo que debería haber.

Unido a esto está, por supuesto, el desvelamiento de aquello de lo propiamente humano. Es decir, si, por una parte, se pudiese creer que todo se desvanece en discursos, unido a ello está la intuición y propuesta de lo que resulta ser con precisión como característico de lo humano. Ante una cultura de lo efímero, donde todo se diluye por vía ideológica o en consideraciones idealistas (según la corriente en boga in crescendo desde principios del siglo XVII), las filosofías de lo real caminando de la mano con teologías afines reivindican una realidad obtusa, sea en lo mejor o también en cuanto a lo peor. Empeña en ser real, en ir a contra corriente de las ilusiones, en cuestiones de realidades físicas, biológicas o históricas. Cosas como las guerras, los desplazados, la xenofobia, el tráfico de personas, abortos, eutanasias, tráfico de estupefacientes, el negocio de la guerra, la crisis ecológica, la extinción de especies de animales, la explotación, la pobreza, que no están distantes de la responsabilidad humana, ergo, del pecado. Todo ello se planta delante del ser humano sin esperar permisos. Cuestiona el doble aspecto tanto de qué es la realidad, pero también el designio de Dios para el ser humano, desde la Creación pasando por la Redención. Para el creyente tal cosa se justifica no solo por la libertad de conciencia o por la libertad religiosa, sino por la consistencia misma del mundo. Y obliga a un diálogo productivo con todos aquellos que tiene algo que aportar. Lo que implica el pluralismo cultural y religioso.


Por ello el trabajo multidisciplinar de la teología, que reflexiona desde el submundo de los pobres, que se funde en la fe de los pueblos (sensus fidei), es clave para dicho diálogo. La arrogancia para nada ayuda, como tampoco los complejos de inferioridad. Una respuesta iluminista sería igual de perniciosa que un silencio en base a una mal entendida autonomía de las realidades temporales. Así que la teología tiene mucho que dar y decir, al igual que escuchar. Recordando que es en los hombres y mujeres que se entregan al Evangelio donde se ve reflejada la acción humanizante de la gracia divina, que conduce a la salvación y que sirve de verificación teológica.

Para muchas personas que se hallan sumergidas en la realidad venezolana tales discusiones no son otra cosa que entretenimiento de eruditos. La primera corrección que haría la teología, en esta pretensión de poder y deber decir algo, tiene que ver con la falacia de las soluciones prácticas o funcionalistas. Supongo que el auge económico provocado por el petróleo anuló cierta mirada dirigida hacia los fundamentos de la realidad. Todo medio que obtenía el fin esperado, se consideraba válido, justificado per se. Puede que el negocio petrolero requiriese de mentes prácticas, adiestradas para el manejo y solución tecnológica de los problemas. En ese momento, el abandono del humanismo, o un humanismo divorciado de lo científico y tecnológico, permitió que el debate por el sentido de la realidad y de la historia quedase, en muchos casos, en manos de los menos preparados. La versión sombría de un nuevo sofismo. Cuestión esta que, en ese momento, contrastaba con el desbalance hacia especialidades humanistas en contraposición a las ingenierías, que señala Andrés Oppenheimer como propio de la actualidad de América Latina, en su libro “Crear o morir”. Ciertas concepciones que pretendían impulsar un cambio revolucionario, al final resultó un malabarismo lingüista para tomar el poder. Ejercicios de comunicación eficaz que no aguantaban un debate de mediano calibre para examinar su contenido. La falta de profundidad hizo que, cuestiones tan vitales como la liberación, fuesen tratados como eslóganes de mercadotecnia para opciones supuestamente subversivas. Incluso, la ausencia de debate académico de amplio espectro sobre el tema, o la falta de tenacidad para la reflexión en sus divulgadores, hizo que algunos ministros abandonasen las periferias una vez culminados sus estudios, para dedicarse a labores más tradicionales y gratificantes (hacerle rizos a la oveja de las parroquias, en vez buscar a las noventa y nueve perdidas, que diría Francisco). O proferir a los cuatro vientos consignas vaciadas de contenido teológico, claramente ideologizante, para justificar acciones o nuevos status quo, que se convierten en nuevas y originales formas de arrimarse al poder.

Venezuela no escapa a la necesidad continental y mundial de direccionar los procesos de integración y globalización con un fundamento humano lo suficientemente consistente. Los retos pueden parecerse, si bien las realidades difieran. Más tal diferencia tiene mucho de complementariedad. Pues ciertas ensoñaciones creen que se puede conseguir en la leyenda cubano-venezolana la realización de las premisas liberadoras. Quienes vivimos aquí, y tenemos una información suficiente, o los que han debido emigrar saben, por experiencia, que eso no es cierto. Quienes vengan de otras realidades podrán recordar, también por experiencia, la futilidad de las soluciones zurcidas a una concepción donde los mercados tienen el rol de hacer de demiurgos. Que quizás el dilema más que entre burgueses y proletarios, ricos y pobres, u opresores y oprimidos, es entre quienes detentan el poder y quienes no lo detentan o lo sufren. Es quimérica la solución que plantea la toma del poder para remediar todos los males de este mundo. Porque se trataría solo de un cambio de personajes para la misma tragedia: nuevos protagonistas usarían su poder contra todos los que quieran arrebatarlo, con el pueblo como víctima. Gran parte de la solución pasa por la conversión: “no habrá continente nuevo sin hombres nuevos” (Documento de Medellín). El problema es que el poder se use como servicio, y no como arma. Todo poder.  Inclusive el poder eclesiástico. Las diferencias son para enriquecer humanamente a los demás, no para extraerles hasta la última gota de sangre.

Entre el 6 y el 10 de febrero se estará realizando en el Boston Collage, de la arquidiócesis homónima, un encuentro donde participarán unos 40 teólogos de América Latina (o Iberoamérica). Personalidades como los teólogos Gustavo Gutiérrez, Carlos Scannone o Pedro Trigo estarán presentes. Si bien cuenta con el auspicio del arzobispo de Boston, Cardenal Sean O’Malley, y de la propia universidad, que es de los jesuitas, el evento lo coordinan los teólogos venezolanos Rafael Luciani y Félix Palazzi, dos laicos con sus doctorados en teología, quienes también participarán. Como invitados especiales se encontrarán el Cardenal venezolano Baltazar Porras y Mons. Raúl Biord, obispo de La Guaira, también en Venezuela.







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