CARTA DESDE EL FRENTE



Hace un frío terrible allá afuera. La lluvia sigue arreciando. No sé si en estas endiabladas tierras es así, por la cercanía de algún tifón o es que vuelvo a sentir los estragos de la malaria. Mientras que a lo lejos seguimos oyendo detonaciones. No queda otra que, aguarecidos bajo la lona, dentro de los refugios, pretender que te escribo, como si esta carta pudiese llegar a algún sitio. Ya son nueve semanas en este infierno de charcos, salpicados de japoneses, moscas y mosquitos. Con un calor sofocante, pegajoso, que hace tanto daño como la artillería japonesa. Aislados en este momento del mundo conocido, sin saber si se puede salir vivo. Calculando la distancia de las detonaciones de la aviación enemiga. No sé cómo hacen para volar en estas condiciones. Sé que no queda otra que pasar la noche aguardando que una bomba no atice contra nosotros.

Llevamos diez días aislados. En un punto muerto donde ni se retrocede ni se avanza. Sin conseguir comunicaciones con el mando. Solo resistiendo. Esperando que mengue la lluvia. Que no se encharquen más los caminos. Que no se metan las sanguijuelas por entre las botas. No sabemos qué está pasando. No tenemos órdenes. Solo queda esperar, esperar, esperar.

En este rincón olvidado del universo, escribirte a ti es tomar una bocanada de oxígeno. No sé si vaya a llegar la carta. No sé si cuando la recibas estaré vivo o muerto. Solo sé que no puedo dejar de escribirte. No escribirte, es morir por anticipado.

Creo que he perdido la fe. No solo la fe humana, pues no sé si lucho o solo cavo mi tumba. Digo la fe divina. He visto tanta muerte, tantos caídos, tantos mutilados. He escuchado gritos: gritos agudos, gritos graves, gritos sordos. Rostros sin expresión, rostros retorciéndose como sus cuerpos, rostros quebrados como quebrada queda el alma. Rostros de soldados que hace que el dolor los transforme otra vez en niños. Somos máquinas de asesinar. Hay compañerismo, sí. Pero en el fragor de la batalla, solo queda matar y matar. No hay lugar para la compasión. Por lo menos, mientras silban las balas.

El otro día hicimos una carnicería con los nipones. Ahí estaba aquel soldado, piel amarilla y ojos rasgados, salpicado por la sangre propia y de extraños. Entre tantos cadáveres, daba signos de vida. Aquellos dos muchachos de Kansas se acercaron para ayudarlo. No sé cómo pensaban hacerlo, si hasta las provisiones están escaseando. Cuando estaban a su lado, el desgraciado le quitó el seguro a una granada… y fue su fin ¿Contra quién combatimos? Estamos dejando de ser humanos. La próxima vez ¿quién va a sentir compasión por uno de esos hijos de…?

Así que no tengo mucho que esperar. Abandonados en esta tierra de nadie. Sin esperar que alguien nos venga a rescatar. Aguardando a que las municiones nos duren lo suficiente. O se agoten. Y el alimento ¿cómo confiar en el Altísimo?

Para decir verdad, no pierdo mucho mi tiempo en negar su existencia. En serio que ni me importa. Como tampoco pierdo el tiempo en orar. No sé qué me mantiene vivo…

Pero no es verdad. Me mantienes vivo tú y tu recuerdo. Imaginar que estarás leyendo esta carta desde la sala de nuestra casa. La creencia y la esperanza de que con cada palabra escrita nacerá en ti una sonrisa y llegará hasta mí tu perfume de mujer. Que aun tu mirada penetra mi oscuridad, como estrella fugaz. Que tus brazos me siguen esperando ¡hasta siento el timbre de tu voz resonar en mi interior! ¿cómo haces para que sea en estos momentos más potente que el estallido de las bombas que salpican a nuestro alrededor? No sé si te vuelva a ver. Ni a ti ni a los niños. Solo sé que no puedo dejar de creer que puede ocurrir, por mucho que lo niegue mi raciocinio.

¡Los niños! Esos loquitos que corrían sin mirar hacia los lados por todo nuestro jardín ¿qué van a saber ellos de bombas y balas, si ni siquiera saben que la retaguardia, esa que descuidan porque creen que no existe, queda a sus espaldas? Un abrazo de ellos sabe a gloria. Siento el calor y suavidad de sus mejillas contra la mía. Y oigo a Farrah decirme, con su vocecita de reclamo “¡papi, no te has afeitado hoy, tu barba me puya!”

Si no fuera por esta lluvia demencial no podría estar contigo en estos momentos. Estaría saltando de hueco en hueco, esquivando las ráfagas del enemigo. O jugando a que puedo adivinar dónde la bomba no va hacer impacto, para refugiarme allí. Estar contigo es volver a tener cordura. Hasta ganas de vivir. Estirar la vida hasta conseguir escribirte la siguiente carta.

Tenemos que organizarnos. Hay que salir de esta ratonera. Debemos resistir. No sé qué haya pasado con los cuadros medios. Capaz que están tomando té con los japoneses. O estarán muertos. Alguien tiene que asumir el mando. Capaz que mañana haya alguien que pueda hacerlo. O llegarán refuerzos. Y suministros. Y podré enviarte esta carta. Y luego escribirte otra.

Esta selva me ha enseñado a no creer en nada. Pero no puedo dejar de creer en ti y en mis hijos. Eres mi espera y mi esperanza. Te prometo que haré mi mejor esfuerzo por salir de aquí con vida. Que no dejaré solos a mis compañeros. Que vamos a empujar al mar hasta el último japonés. Que vamos a acabar con esta guerra.

A lo mejor mañana haya alguien que asuma el mando. Que nos organice. O que llegue alguien que de verdad quiera combatir. Que combine estrategia con algo de temeridad. Cada palmo de tierra que se gane nos acerca al hogar. Cada palmo de tierra que se pierda, nos aleja.

No hay estrellas en cielo. Solo algunos puntitos incandescentes que se precipitan sobre nosotros y hace estallar a las palmeras en todas las direcciones. No hay nada después de ese oscuro cielo.

 ¿O sí? Si lo hay, que no permita que dejemos de movernos, avanzar y luchar. De recordar lo que somos. De recordar a quien dejamos. De recordar con quién queremos volver a estar.

Con amor,

Bill


En algún lugar de Guadalcanal, en el Pacífico, un día de noviembre de 1942



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