EL CASO



Richard metía las manos dentro de los bolsillos de la gabardina. Hacia como si pudiese retraer el cuello dentro de la funda de tela. El sombrero de fedora le ocultaba al frío y a la lluvia su poca humanidad expuesta. Había sido una jornada de terrible trabajo: ya han sido tres los cadáveres descubiertos en las riveras del río Hudson. En realidad, lo de la lluvia de último momento era lo de menos. Él, el detective Anderson, como lo conocían en el Departamento, estaba al frente de las investigaciones. Fueron las mutilaciones, la agonía que cada víctima reflejaba en el rostro, el silencio de la muerte agarrotada en sus músculos. Eso lo tenía perplejo: tanta soledad en pleno Nueva York.

El viento atizaba contra su rostro minúsculas partículas que, al amanecer, habrían tenido vocación de rocío. En la noche podían recordarle que estaba despierto, en medio de tal despropósito. Muertes, había visto muchas. Pero estas muertes, pocas. Retrataba la muerte, casi que de su mejor ángulo.

En el departamento todo se iba en tecnicismos. Era un caso con un número. Se podía apostar que conseguirían al asesino. En verdad había optimismo. Se habían recogido diversas pruebas, suficientes dirían algunos. Como siempre, se había sido meticulosos con no contaminar las muestras. Se habían tomado bastantes fotografías de la escena del crimen. La planimetría era impecable. Seguro que la reconstrucción en 3D, con todas las medidas tomadas, sería fascinante, escuchó decir. Había que encontrarlo, se creía que iban a saber quién había cometidos esas atrocidades… Él se preguntaba, enfundado en su gabardina mientras se iba calando con la lluvia otoñal, quiénes habían sido las víctimas: ¿tendrían familia? ¿habrían soñado? ¿su infancia había sido feliz? ¿cómo sería mirar el brillo de sus ojos? ¿o escuchar su voz? ¿su mayor alegría? ¿su mayor tristeza? ¿su cantante favorito? ¿o su deporte?

Aquello era Nueva York. La gente no sobrevive como en la jungla. La gente se levanta por las mañanas creyendo que esa sería diferente. Y ese día lo fue para estos tres desgraciados ¿alguien los va a extrañar? ¿serán de la ciudad? ¿vendrán de otra? ¿quién se lo dirá a los suyos? ¿le dirán que el caso número tal corresponde a sus hijos, a su esposo, a su esposa, a su novio, a su novia? O simplemente se seguirá con el procedimiento señalado en el protocolo de dar la noticia con un “lo siento”, y luego retirarse…

No sabía por qué, aquella noche, su hogar le parecía más lejos. Como si por mucho que caminase no consiguiera llegar a ningún sitio. Como si el lugar anhelado con las voces queridas de sus niños y de su mujer fuese más distante, inexistente o vacío…

Ya el frío y el agua estaban calando en sus huesos. Apenas podía ver por la humedad retenida en sus pestañas. Continuaba avanzando de manera cada vez más agitada. Más autómata. Sus pasos comenzaron a flotar sobre los charcos del pavimento. Allá comenzaba a ver su casa. La respiración entrecortada. La mente obnubilada. El corazón saltando en el pecho. Se aproximaba más y más. Un hombre en la puerta con un “lo siento”. Unas paredes tapizadas de recuerdos de realidades ahora inexistentes. Un vacío al entreabrir la puerta para conseguirse con la desolación. Un oscuro pozo que se traga su inexistencia.

-        -   Amor ¿qué haces parado bajo la lluvia inmovilizado frente a nuestra puerta?

Salió de su mutismo. Volvió en sí bajo la lluvia. Eran gotas de bendiciones que contrastaban con la fría oscuridad de la noche, con la amarga rutina del día. Sonrió. Se le escapó una risita nerviosa. Avanzó hacia su esposa. La vio más bella que nunca. Con ternura puso sus labios sobre los de ella, para volver a abrir los ojos y asegurarse de no estar soñando. Los niños corrieron a su encuentro. Le abrazaron las botas empantanadas de los pantalones. Sintió que la sangre volvía a correr por su piel. Que todavía contaba con oxígeno para respirar a su alrededor.


-    -  Tuve un día duro, amor. Estaba cavilando sobre el caso de hoy. Supongo que me dejé llevar por… por… ¿acaso un trozo de humanidad que sigue habitando en mí?


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