NO SOLO DE PAN VIVE EL HOMBRE, O DANOS EL PAN DE CADA DÍA
Uno de los versículos peor
interpretados de la Escritura es ese que dice “comerás el pan con el sudor de
tu frente”. Porque en una lectura superficial parecería decir que el trabajo es
consecuencia del pecado. Lo cual contradice ciertas experiencias de trabajo,
aunque estas requieran esfuerzo: por salirnos del mundo occidental y entrar en
la ética confucionista y, es decir, china, el ser humano se proyecta en cuanto
trabaja. La contrapartida ha sido el escaso aprecio del tiempo libre. Pero a
nivel individual podemos apreciar la labor del artista, el artesano, el
orfebre, el investigador, el académico, el intelectual, el profesor, el médico…
que siente pasión por lo que hace de manera universal. Recuerdo el caso de un
adolescente campesino en Mérida, quien me guiaba para darle los sacramentos a
unos abuelos; en una parada en el ascenso de la montaña, para yo tomar aire, el
sentado dijo casi para sí, viendo el campo: “Provoca ponerse a chaguar el campo”
(“chaguar” es desmalezar con un machete). Esto no niega que algo tan grandioso
como el trabajo, que el Génesis evoca al principio con la labor de un
administrador o un jardinero, el papa Juan Pablo II llegó a señalar como una
forma de participar de la labor creadora de Dios, no pueda pervertirse a
niveles infrahumanos, como ocurre cuando hay explotación o esclavitud más o
menos evidente. El creyente ve en eso los efectos del pecado, no en el trabajo.
Así que el primer designio, con
todo el realismo religioso de quien lee la Escritura y levanta los ojos a la
vida, se da cuenta que, en efecto, la tarea de subsistencia es atroz. No solo
porque ha significado una carrera contra la muerte, para muchos pueblos en
situaciones dramáticas, sino porque es la única forma como el ser humano
interviene en su entorno para hacerlo habitable. Y el conservar estos
ambientes, que son culturales en muchos aspectos, implica un ejercicio
constante de las habilidades humanas. Las sociedades consumen constantemente
cantidad de insumos de todo tipo (alimentos, vestido, energía, transporte,
educación…) que involucra a toda la colectividad, sea una sociedad capitalista,
socialista, feudal o cualquier otra denominación que se le quiera otorgar. Un
capitalismo siempre va a necesitar consumidores que, para consumir, deben tener
poder adquisitivo que se basa, al menos, en el trabajo. Una sociedad comunista
plantearía en teoría que toda la producción se distribuye equitativamente en
toda la colectividad, que en teoría debería ser proletaria, o sea, trabajadores
de las fábricas, pero que, en la práctica, puesto que teorizar sobre la materia
prima que es la vida humana es harto complicado, pretende hacerlo sobre todos,
con pigros resultados. Porque en la prehistoria y en muchos pueblos cualquier
trabajo debe ser mínimamente exitoso: un soldado en zona de guerra no puede
darse el lujo de pretender ganarse el pan sin sudárselo, por el riesgo de no
necesitar pan en el más allá; los operadores que hacen mantenimiento a los
sistemas hidroeléctrico no debería tampoco dormirse en los laureles, excepto
que tengan la conciencia narcotizada como para no sentir remordimiento por las
consecuencias de todo tipo si acontece la suspensión del suministro eléctrico;
o el personal del sector salud. Así que el trabajo como supervivencia, como
manera de mantener la línea de flotación de la existencia por encima de la
muerte, es una prioridad ineludible, fuera de quienes teorizan de forma
hipnótica sobre la gente, en eso que llaman los mítines y las cadenas del
ejercicio de la política o su versión de fábrica, que pueden ser los sindicatos.
Un Estado que pretenda alimentar a la población como si le estuviera echando alpiste a un canario, es un insulto. La máquina humana sobrevivió a los peores depredadores como para perder conciencia de sus capacidades no puede caer rendido ante la fatalidad política. Debe redescubrir la relación entre pan y trabajo, aunque ello implique el mecanismo de la sudoración. Debe sentir el reto del esmero, para que la tierra no dé solo cardos y espinos.
Por supuesto que el hambre puede
ser una motivación o un disuasivo. Las sociedades de antaño vivían en constante
escape a las hambrunas. Por lo que el “panis et circenses” (pan y circo) debía
ser toda una gozosa tentación. Y no solo por el retrato que brinda el nobel
comunista José Saramago en su obra El Evangelio según Jesucristo, donde las
multitudes de los alrededores del lago de Tiberíades creerían resuelta su vida
con el rabino Jesús (nada de noches en vela, pues Jesús sabía muy bien donde
debían tirar el copo en el lago; o comilonas al aire libre, obsequio de la casa,
como en la multiplicación de los panes y peces). Pues el evangelista Juan
recuerda a Jesús señalando la auténtica intención de quienes lo siguen: saciar
el hambre (“hartarse”, del griego “artós”, que es pan). Jesús sabe de la
tentación de los políticos con corona y los que escalan a los tronos con votos:
obtener apoyo y seguidores comprando las conciencias por el estómago. De hecho,
Jesús, en las tentaciones en el desierto, elude esa forma de ser mesías, propia
de las sinuosas maniobras del maligno. San Pablo, en el contexto de la
comunidad de Tesalónica, también reprocha por vía epistolar las piedades holgazanas
de algunos que esperan el retorno del Señor recostados sobre las mesas de
quienes trabajan. Así que, a lo largo de la historia del cristianismo, como en
el caso de su pariente mayor, el judaísmo, el trabajo ha sido fiel compañero de
la piedad devocional. Los monasterios así han dado testimonio durante 1500
años. Las corrientes reformadas que poblaron Estados Unidos, son otro ejemplo.
La excepción ha sido la picaresca española, que consideró que lo sublime estaba
en las disquisiciones y no en la techné que transformaba el mundo material (arte,
técnica, oficio): el ser humano superior podía dedicarse a la filosofía,
teología y poesía, pero no a los oficios viles, como los manuales, según se
pensaba. Así que la nobleza (¿en verdad se dedicaba a esas labores intangibles?)
no trabajaba, vivía de rentas y otros beneficios, y no pagaban impuestos.
Visión ésta que se abolió en Francia, luego de la Revolución, pero que desde la
España de Carlos V hasta nuestros días ha cruzado los mares, aspirando a
hidalguías… y produciendo quiebres económicos (con el hijo del susodicho,
llamado Felipe II, España entró en dos ocasiones en bancarrota).
Pero el pan sudado es pan de la
dignidad, como recuerda el papa Francisco. No debería provenir de la
corrupción, que él advierte que es pan sucio que le brinda el corrupto a sus
hijos. Y, en sentido más cristiano, el pan del esfuerzo es el que se deposita
en el altar, para transformarse en Pan de Comunión, o sea, Pan de Fraternidad:
el Pan de Vida que es Jesucristo. Una celebración cuya presencia real hermana,
pero también exige justicia. Que es distinto a confundirla con expropiaciones
para propiedades comunitarias que terminan bajo el dominio del administrador de
turno ¿Cómo puedo decidir ser justo, cuando he sido despojado de aquello sobre
lo que debía decidir?
Mas en el caso de Jesús, el Pan
Eucarístico está unido al Pan de la Palabra, pues siempre es Él y solo Él, en
totalidad, que se da. El Pan de la Palabra no es el de la palabrería hueca y
sin sentido, que aturde, adormece o hipnotiza. Es la Palabra que se revela como
lúcida verdad: una Palabra que ilumina la realidad, la vida, la historia, los
dramas, las tragedias. Una Palabra que sirve para ver y, por lo tanto, para
pensar y decidir.
Puede que como Pilatos nos
preguntemos qué es la Verdad. Y no sepamos, en el mejor de los casos, hilvanar
una hermosa y coherente respuesta. Sin embargo, siempre podemos señalar quién
es la Verdad: es Jesús. Él sacia un hambre todavía más profunda que el hambre
corporal. Que es más vital y que está a la raíz de su negativa de seguir la
maligna conseja de convertir las piedras en panes. La Verdad, en sí misma,
provoca la atracción por la fuerza misma de su Bondad y Belleza.
En esta tragedia que se llama
Venezuela, donde los presidentes no gobiernan sino bailan y hablan y hablan y
hablan, recuperar la verdad es un primer paso para recuperar la conciencia y,
posteriormente, recuperar el país. Porque el problema no es que no coincidamos
con lo que es cierto y verdadero. Se supone que, para comprender la visión del
otro, existe el diálogo. El problema es el divorcio, muy nominalista, entre lo
que alguien pronuncia, lo que realmente piensa y lo que ve que ocurre. Es una
táctica distractoria que oculta bajo sucesivas capas lo que se pretende
disimular, esperando que el contrario de un mal paso y se despeñe en su
popularidad. No hay verdad, porque todo es una guerra de posiciones, donde se
salta de una trinchera a otra, hasta estar en condiciones de dar la estocada
final. No hay un descubrirse o mostrar las cartas o prestarle al otro mis ojos
para que vea lo que veo, porque sé que lo que va a ver son las mentiras que
camuflajean lo inexcusable: negligencia, vandalismo, corruptelas, delitos,
torpezas, mediocridad.
Comentarios
Publicar un comentario