LA CULTURA DEL ENCUENTRO: LA URGENCIA DE DESACTIVAR EL ODIO

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He usado la palabra “odio” y no “violencia” porque, aunque es necesario y una lleva a la otra, no lo veo factible en el inmediato plazo y creo que neutralizar la violencia es la apuesta que hace el gobierno: aquietar las protestas o culpabilizarlas, mientras ellos actúan de manera impune, ilegal, inconstitucional e inescrupulosa. O sea, no pretendo hacerles ningún servicio a quienes tienen secuestrado el país (no permiten elecciones y han alterado el orden constitucional) y quienes detentan el monopolio del poder sin alternancia sino enroques dentro de su misma militancia, que es otra forma de secuestro, desde hace ya 18 años, con el proyecto de barrer lo que ellos han llamado como “Polo Patriótico”, o sea, a sus aliados, desde la creación del PSUV en el 2007. Por lo tanto, si se usa la imagen del secuestro para caracterizar la situación, las negociaciones son policiales para conseguir la liberación de las víctimas, no de diálogos. Suponer el diálogo en tales circunstancias puede significar caer en el síndrome de Estocolmo.

Me traen a escribir estas líneas la máxima del papa Francisco de la “cultura del encuentro” y la necesidad de “diálogo”. No pienso en sus palabras hacia Venezuela, sino lo que es una constante en su enseñanza, por donde quiera que vaya. Me trae también el recrudecimiento y los rumores de intensificación de la represión, así como cierta información muy delicada del Miami Herald, sobre la coordinación por la parte castrense del uso de francotiradores. Me motiva un artículo de Patricia Torres y Nicholas Casey en el  New York Times en español. Los casos de escrache. Los mismos comentarios de César Miguel Rondón y del padre Cristián Díaz en su cuenta de twitter (Indignarse y luchar ≠ odiar. El odio es el espíritu de esta revolución. Si mueve nuestra lucha, seremos parte de ella #resistenciaespiritual) . Y la anécdota de unas mujeres de oposición, de edades donde las carreras se dan de manera unidireccional para refugiarse debajo de las camas de sus casas, quienes se dedicaron a incitar y provocar a un piquete de la GNB durante horas, consiguiendo lo que se puede cuando tal cosa se hace: que reaccionen contra los jóvenes que dan la cara, son reprimidos, detenidos, encarcelados y aislados. Me mueve las palabras citadas por los obispos venezolanos en su Comunicado de esta semana, que pertenecen al beato Mons. Romero: "En nombre de Dios y de este sufrido pueblo les ruego, les suplico, les ordeno que cese la represión". como del artículo Laura Weffer Cifuentes del 2014 sobre las protestas en plaza Altamira: con el odio solo perdemos los que no tenemos ni aspiramos al poder, aunque esperamos tener gobernantes a la altura de las circunstancias.

Se dice que la historia es una gran enseñante. Yo siempre he visto retratado la presente situación con lo que fue el cisma de Occidente. Dos y tres papas simultáneos, cada quien con sus adhesiones, pretendiendo ejercer el ministerio petrino en nombre de Jesucristo y de la fe católica (dogmas) y, cosas de la Edad Media, desplazar a los contrarios. El drama de unos 40 años se fue solucionando en la medida en que las bases, quizás por la “cultura del encuentro”, se fueron poniendo de acuerdo y presionando a los Papas que dimitieran y se fuera a cónclave (el concilio de Constanza de 1414), donde se nombró un único Papa (no podían deponer a los Papas, pues sería contrario a la conciencia de autoridad que éste ejerce, en comunión con los obispos, sobre la Iglesia).

Recuerdo que en el 2014 hasta chavistas y opositores protagonizaron una partida de futbolito en la autopista, cosa muy mal visto por el gobierno. Todo encuentro es ceder espacios, cosa que un secuestrador no puede permitirse, pues debe tener el control total.

En el actual artículo del NYT, así como en el de, en ambos policías y guardias nacionales daban la razón a la motivación y causa de las protestas. Como critica Rubén Blades, Pablo Pueblo no habita en palacios ni reprime a su gente. Y es importante que la gente entienda que no puede dejarse utilizar ni por unos ni por otros. Que hace falta un liderazgo con visos de integridad, que proponga el “paso de los Andes”: una ruta nada fácil de transitar, pero por la que todos debemos avanzar, si queremos vencer el actual escollo, que más parece una cordillera. O sea, no es la solución facilona de apostar por un sistema donde todo me lo resuelva el Estado. Porque el Estado no siempre va a tener petróleo y porque el petróleo debe invertirse, por ejemplo, en la educación y entrenamiento de la gente, que forma parte del “paso de los Andes”, dentro de unas condiciones donde la salud y la seguridad funcione y la gente vaya consiguiendo, por su trabajo, lo necesario para vivir (no para “sobrevivir”).
Que el regreso a la Constitución conlleva un precio para los “socialistas del siglo XXI” es claro: el reconocimiento que dicha Carta Magna no puede transformarse en una coartada para avanzar hacia un absolutismo de corte marxista-leninista ni para aplicaciones con sub-intenciones del “Plan de la Patria”. La Constitución es un acuerdo social de convivencia, vigente hasta ahora, con sus virtudes y sus defectos (el anterior Hermann Escarrá, cuando conseguía levantar algo de admiración, él habló de no querer ser parte del adefesio -o palabra similar- de sancionar una constitución harto prolija, que debía referirse a lo esencial y dejar lo demás para otras leyes, cosa que ignoro si al final lo consiguió). Los “socialistas del siglo XXI” que me refiero no son los que le dan rostro de secuestro a una agrupación política: me refiero a quienes, sin muchas luces y a veces por el interés de conseguir algún beneficio, han apostado por la credibilidad de un líder tan carismático como lo fue Hugo Chávez. Deslindarse de este proyecto no es avalar ni un “capitalismo salvaje” ni formas decentes de liberalismo (que pudiesen ser de centro derecha, en ese argot bastante rancio). Pueden seguir considerando, independientemente si en la práctica tal cosa resulta tan eficiente y bondadoso, que el Estado deba tener papel mayor para favorecer mayor cantidad de políticas sociales (eso implica más burocracia), mientras que otra posición, sin anular la política social, por supuesto, puede considerar que debe ser menor (concentrándose en infraestructura, seguridad, educación y salud) o si debe llegar a la gente a través de las iglesias y las ongs (menos burocracia, aunque más supervisión) que le permita inversiones de otro tipo que igual favorezcan a Venezuela y sus ciudadanos.

Quienes militan en la oposición (u oposiciones), sea de reciente o remota data, deben dar el paso para diferenciar a aquellas personas que deberían cuanto menos ser investigadas para esclarecer su responsabilidad penal en multitud de hechos (como es el alto gobierno y la cúpula militar), de quien fue un militante entusiasta o un colaborador menor. Porque la cultura del encuentro debe darse con aquellos de pasado chavista reciente (y viceversa), que se hayan decidido buscar otra alternativa para la convivencia y los problemas comunes, o que se hayan desilusionado del régimen o que, inclusive, sin renunciar a la justicia social, hayan entendido que ésta no se haya casada con el Socialismo del siglo XXI.

Desarticular y desactivar el odio es fundamental: es el combustible de la actual situación. Sin renunciar al principal activo que tiene el opositor de calle (no me refiero a las excepciones): el talante moral de la lucha (es curioso que ese fuese la premisa del Che Guevara, con quien no comparto que sobre esta base monte la justificación para el Socialismo-Comunismo cubano, que para Fidel Castro ambas palabras son sinónimas, pese a los malabares del difunto Hugo Chávez). La represión, aun bajo órdenes implacables, no anula el impacto del argumento moral. Así que no sirve de mucho ganarse el odio de los subalternos, aunque la naturaleza humana empuje a reaccionar ante los atropellos. Ganar su adhesión es tan o más importante que agotar sus fuerzas humanas o su arsenal.


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