LÍMITES DE LOS PRINCIPIOS BERGOGLIANOS: EL CASO “VENEZUELA”
Quiero empezar partiendo de un par de premisas, si me es
permitido.
La primera, que la teología latinoamericana se hace desde
Latinoamérica. Quiero decir, que toda reflexión que pretenda ser tal, y que lo
haga con toda la amplitud bibliográfica que considere que, venga de donde venga
y del periódico histórico que sea, si es reflexión teológica y acontece de
manera situada en Latinoamérica, es teología latinoamericana.
Esto trae dos consecuencias:
La primera, que la simple repetición de contenidos no es
teología, se tomen de textos vernáculos o foráneos. Para que haya teología,
debe haber reflexión. Pueden leerse textos de uno u otro lado, siempre y cuando
sean pertinentes para el presente, para la fe del pueblo de Dios, pueblo de
pueblos, que peregrina entre “los gozos y esperanzas, las tristezas y las
angustias” (GS 1) en este que el que Pablo VI llamó “el continente de la
esperanza”. De lo contrario será ejercicio memorístico, bibliográfico, histórico,
documental, literario o arqueológico, que tiene también su valor, que puede
tener relevancia teológica, pero que no corresponde directamente con la misión
del teólogo en la Iglesia si está desligado de la reflexión misma sobre la
“andadura” del Pueblo de Dios.
Esto no excluye, sino que presupone, una teología
latinoamericana con intereses y método propio, no enclaustrada en un grupo de
iniciados que buscan defender la ciudadela de las ideas de los asaltos críticos
de otras teologías. Es legítimo una teología que tiene el hermoso nombre de
“liberación”, que incluye corrientes como la teología del pueblo. Como pudiesen
surgir otras reflexiones que busquen hacer luz sobre otros aspectos de la
realidad, estos vistos desde la fe.
La segunda premisa, es el respeto y admiración por el Romano
Pontífice y, en particular, por el papa Francisco. Lo digo como creyente,
sacerdote y latinoamericano. No es chauvinismo ¡por favor! Creo que es la hora
de Latinoamérica, donde se puede dar mucho a la Iglesia universal. Corresponde
a un recorrido y a un proceso de maduración. Lo admiro como persona, su
recorrido vital, su estilo personal y la manera de desenvolverse como pastor.
Admiro su apertura, su deseo de colegialidad, el impulso por desclericalizar la
Iglesia, el papel de la mujer y del laico en general (también en el Vaticano), su
discernimiento y me llama reverencialmente la atención su cercanía al pobre
social y existencial. También su llamada a una “Iglesia en salida” que acuda a
las periferias geográficas y existenciales, que implica todo un impulso de
reforma eclesial.
Con ambas premisas yo, que no soy teólogo pero que intento
pensar teológicamente, quiero abordar un tema peliagudo: el acercamiento del
Papa a la situación venezolana. Me gustaría ayudar a que se comprenda la manera
cómo creo que se está acercando, pero sin pretender tampoco, de antemano, liberar
de fallos ese acercamiento. No pretendo que el Romano Pontífice sea la
hipóstasis del Espíritu Santo, no por su infabilidad (que la tiene) o su
auxilio para guiar y confirmar a la Iglesia (que los tiene), sino porque ambos,
inclusive en último caso, sobrevienen por “arcaduces humanos”, expresión muy
teresiana.
O sea, no creo que lo necesite de mí para hacerse entender.
Ni tampoco que esa sea mi labor. Así que tampoco pretendo ni traducir sus
intenciones ni justificarlo a como dé lugar en cuestiones donde pudiese asomar
un mejoramiento (cosa ligada a su pensamiento, cuando valora “los procesos”).
Flaca ayuda la de un teólogo que no buscara, con amor, servir a la Verdad en
comunión con la Iglesia. Más en mi caso, de no-teólogo u, ojalá, de pre-teólogo.
Voy a intentar ya partir al motivo que me trae para escribir
en esta oportunidad.
El Papa aborda la situación de Venezuela desde su recorrido
como pastor, donde ciertas convicciones se han ido madurando: la cercanía al pueblo,
por ejemplo, además de los cuatro principios que deben guiar el camino de un
pueblo (“a la luz de ellos, quiero proponer ahora estos cuatro principios que
orientan específicamente el desarrollo de la convivencia social y la
construcción de un pueblo donde las diferencias se armonicen en un proyecto
común” - EG 221): el tiempo es superior
al espacio, la unidad prevalece sobre el conflicto, la realidad es más
importante que la idea y el todo es superior a la parte.
Partamos de una consideración muy importante: para el Papa el Evangelio debe vivirse.
O sea, es un asunto de consecuencias prácticas. No es una prédica evasiva con
anuncios de bienestar en el más allá, sino que todo comienza en el “más-acá”. Pero la práctica se encamina no a la
beneficencia, sino a la transformación de la realidad. Eso está ligado a la
justicia y a la misericordia. Y contrasta con cualquier proyecto basado en el
pecado, como la idolatría del dinero. De ahí que fustiga, a su modo, todo ese
tema, alertando contra esta ideología que está guiando las sociedades
occidentales. Esto no lo hace muy simpático en algunos sectores de países como
los Estados Unidos. Y se le acusa de comunista.
Pero el problema no ocurre en los Estados Unidos. Eso sería
irrelevante. El problema (y es lo que duele) consiste en la incomprensión y
acusación que se hace dentro de Venezuela a la manera como el Papa ha buscado
ayudar en esta crisis. Porque se le puede percibir como favoreciendo a uno u
otro sector. En concreto, al gobierno, que es quien alardea de socialista y
comunista. Y esto puede quebrar la esperanza del venezolano, cosa que
favorecería a quien se encuentra actualmente en el poder.
Sin embargo, el Papa
tampoco va a dejarse utilizar políticamente por la Oposición. Entre otras cosas porque no es su
rol, va en detrimento de su autoridad moral y, por último, por sencilla
precaución de quien camina con lucidez y astucia: que dentro de la coyuntura se
puedan pretender promover ocultas agendas restauracionistas que favorezcan a
las élites políticas y empresariales, que le han dado la espalda a la inmensa
mayoría. O que se pueda favorecer hegemonías mundiales, por ejemplo, con
intereses para nada idealistas sino bien con sonidos metálicos contantes y
sonantes.
Y esto puede que no sea así, pero queda la duda razonable.
Además, que la Iglesia está llamada a jugársela con la gente, especialmente con
los más pobres. No con las élites políticas. Está para acompañar los procesos
de liberación, que están vinculados con la fe de los pueblos de Latinoamérica.
Así que la Oposición tiene el desafío, a mediano plazo (aunque ahora la lucha
sea en la calle), de demostrar que en todo momento hay un deseo real de servir
a la gente y acompañar su emancipación. Y no lo escribo en el sentido populista
sino como superación de cierta adolescencia dependiente del Estado que le
permita hacerse adulto como ciudadano (ya está ocurriendo en la calle).
Pero, aun siendo así, queda la duda de cómo el Papa hace para
seguir los pasos de la realidad venezolana. Y aquí ya hay un primer problema de método. Porque el manual que
usaba como arzobispo en Buenos Aires fue la de involucrarse en las
villas-miseria. Sin embargo, ahora vive en Roma. Los canales de comunicación
son los informes que recibe. No
puede involucrase, como lo hace en Roma con las periferias. Ese conocimiento
desde la periferia, que él privilegia para ver la totalidad, no se da. Porque
no puede ser teórico. Debe ser existencial y social.
Es necesario
conocer la realidad por experiencia, de dedicando un tiempo para ir a la
periferia, para conocer de verdad la realidad y lo vivido por la gente. Si esto
no ocurre, entonces se corre el riesgo de ser abstractos ideólogos o
fundamentalistas, y esto no es sano (Entrevista a Antonio Spadaro, para Civiltá
Cattolica, en el 2014, citado por Rafael Luciani en El papa Francisco y la
teología del pueblo, p. 81).
Y el problema desde
fuera ha sido, al menos hasta hace poco, que todos los reflectores de los
medios han estado dirigidos sobre los factores del gobierno y de la oposición,
como si fueran los protagonistas del conflicto. Y eso, para quien está en el país,
no es así. En parte son los responsables. El conflicto es político en sus
orígenes y en su solución, pero no en el intermedio. En el intermedio hay una
ciudadanía cansada que quizás no termina de identificar quien pueda
liderizarlo. Eso hace que esta dramática situación se transforme en un
trampolín para cualquier ambicioso o temerario: para cualquier aventura. Que
por tener una mentalidad anclada en la utopía izquierdista y militarista de
Hugo Chávez, se busque otro mesías político que reedite el libreto.
Y aquí se enreda uno de
los principios enumerados, el último: el todo es superior a las partes. Porque la lectura desde afuera es
que las partes son el gobierno y la oposición. Y no es así. El todo es inmensamente superior a ellas,
aunque las partes tengan control político y mediático. El todo es
inmensamente complicado, más si se toma como pueblo, sujeto de la cultura, y,
como señala Scannone, sujeto con historia. Porque la historia venezolana, en el
corto tiempo, tiene las ambigüedades viscosas del petróleo. Cierto que se ha
ido amalgamando algo nuevo en los barrios de las periferias urbanas, como
señala Pedro Trigo. Pero sea con el boom petrolero del primer Carlos Andrés
Pérez y luego el viernes negro, sea con el de Hugo Chávez, hay procesos que se
alteraron, como las formas culturales de producción y trabajo. Fui testigo de
cómo, por ejemplo, en el barrio que yo atendía en 1991, en Barquisimeto, luego
del golpe militar la gente le restó importancia a los proyectos comunitarios,
porque había que centrarse en el asalto político al poder. Los procesos se
alteraron y el proyecto cambió. Para Scannone, teólogo amigo del Papa y uno de
los representantes de la teología del pueblo, este (no en el sentido clasista
sino nacional), debe tener un proyecto. La
importancia del diálogo estriba, justamente, que se dé entre muchos factores
para la construcción de un proyecto como país.
En esto aparecen problemas. Por cierto, que el Papa ha
reusado hablar de “negociación” a los diálogos en otros contextos, porque en
ellos, a diferencia de los acuerdos, las partes no quieren perder privilegios…
o perder lo menos. No es el bien común lo que prevalece sino los intereses
personales, gremiales o corporativos. Pero
para Venezuela el Papa ha hablado de “negociar”: ¿será una forma de acercarse
con realismo a la crisis que estamos viviendo? ¿Será pensar que no se puede
dialogar en busca del bien común, sino en perder la menor cantidad de
privilegios lo que pueda conducir a un escenario distinto al actual?
Pero, si se habla de
diálogo, el Papa tiene razón. Sin diálogo no puede avanzar un país, porque no
se puede crear un proyecto común. La pregunta que hay que hacerse, y que es difícil de
responder, es quiénes deben dialogar. Porque los factores políticos no
representan al país, por muchos acuerdos que en teoría se diesen. Los del
gobierno están camuflajeados de dogmatismo de extrema izquierda para defender
privilegios que les permite educar a sus hijos en el extranjero. Por eso yo he creído en un diálogo que se
dé desde la base de la sociedad, involucrando a todos, incluso a los que “no
tienen cómo tener” (que el gobierno busca evitar a toda costa). Esto
obligaría a definir cómo se puede, eventualmente, desarrollar ese diálogo. Cómo
engranarían diálogos entre sectores y en diversos niveles. Y cuál proyecto, a
mediano y largo plazo, se tendría que impulsar.
Porque el petróleo, en términos generales, ha arrinconado el
diálogo de proyectos, por el diálogo de prebendas y distribución de la riqueza
petrolera. De presionar para que se pague esto o lo otro, o para una cancha
deportiva o un festival. O sea, no se ha dialogado sobre cómo producir y convivir como país, que no sea
dependiendo del petróleo sino que dependa del esfuerzo de sus ciudadanos, y
cuál modelo político pueda sostener esa forma de producción (economía). Esa
tarea de diálogo es importante y urgente, porque la mentalidad de muchos, como
país petrolero, es la de la petrodependencia, que está ligado a la historia
reciente del modelo chavista y del modelo anterior, sobre todo del primer
Carlos Andrés. Y esa mentalidad debe transformarse por medio de la reflexión,
sea ésta discursiva o simbólica, desde valores humanos y cristianos, propias de
la fe (es evidente que estamos en un país referencialmente cristiano y, como
Iglesia, ello implica una manera de valorar la realidad y de responsabilidad
con la situación).
Un proyecto basado en sus ciudadanos, hace que este esté
abierto a su libre iniciativa tanto económica como de organización. Tiene que
ver con la organización popular, que incluya maneras de producción, como
aspectos empresariales a distinto nivel (desde los abastos hasta las grandes
empresas). Y el Estado debe ser resituado en este contexto, no puede tener el
tamaño monstruoso que tiene en la actualidad ni puede ser el principal y más
grande empleador del país ni estarse metiendo en todo lo que se le ocurra. No
es que se ausente, pues en todo esto hay marcos legales que construir o
mejorar, ni que deje de monitorear lo que está pasando (uno espera que los
Estados sepan lo que pasa y, como en res-pública, como cosa pública, lo
informen a sus ciudadanos).
Otro principio, muy
querido por el Papa, es que el tiempo es superior al espacio. Este, por
supuesto, puede tener también su lectura equívoca. Porque solo desde la cultura del
encuentro, que es otro llamado del Papa, se puede entender la importancia del
tiempo. Un tiempo de encuentro, escucha y diálogo desde las diferencias. Un
tiempo para conocerse. Esto, de nuevo, desde mi punto de vista, involucra a la
gente en general, no primeramente a los políticos. Porque para el gobierno el
tiempo, que ya no tiene, es vital para cansar y desesperanzar. Para someter y
reducir al ciudadano a seres autómatas. Para quebrarlo internamente. O sea,
este enunciado puede usarse de forma muy peligrosa en manos del gobierno, que
puede apelar a diálogos fingidos con ocultas intencionalidades.
Sin embargo, llegados a este punto, hay un detalle nada
despreciable, que no puede pasarse por alto: la cultura del encuentro y los
cuatro principios necesitan de un presupuesto sine qua non. Para que tal cosa funcione, como lo propone
el Papa, se necesita que se sea honesto con lo que se propone. O sea, el
diálogo se da cuando las partes cree de buena fe en lo que piensa. No solo en
lo que el otro piensa, sino en lo que cada uno piensa para sí. Cuando existe la honestidad mínima, se
puede aceptar que “la realidad es superior a las ideas”. Pero el punto de
referencia debe ser la realidad, que se puede monitorear, observar, analizar,
describir… Cuando no, cuando hay posiciones políticamente dogmáticas o cuando solo
hay una defensa de las posiciones y privilegios de cada uno, lo que se llamaría
de manera ramplona y rastrera “intereses” en su versión más vil, el principio
no funciona porque la realidad deja de ser referencial. Si la realidad es punto
de referencia, criterio de verdad, si no está en posesión de nadie, todo aporte
será valioso si procede honestamente. Ello porque legitima la visión que cada
quien puede tener de la realidad, donde unos ven lo que otros no alcancen a ver
y se comparte, con lo que el resultado es más completo que los inicios. Igual
toda visión será modificada y perfeccionada por la visión contraria.
Y, por supuesto, hay una corrección a la premisa marxista de
la violencia como la partera de la historia, cuando se señala que la “unidad es superior al conflicto”. No se
niega el conflicto, pero no se defiende la violencia, el acabar con el otro,
como la manera de superar las coyunturas, por mucho que se apele a Marx o a
Heráclito. Las diferencias, si no hay rigidez dogmática en política, puede
construir consensos y proyectos. No pueden tampoco acallarse, disimularse o
silenciarse. Hay que presentarlas a unos y otros, pero no con el ánimo de
imponer sino de construir en consensos.
Y al final nos topamos con una cuestión básica, que desmonta
cualquier ilusión de avance por esta vía que de quienes han creído que hay una
convocatoria del Papa al diálogo (en su retorno de Egipto, en el encuentro con
la prensa en el avión, ha dicho que no se dan las condiciones: que si no se
juega al “tin tin pirulero”). No parece
haber honestidad, no solo porque se viola el consenso mínimo que debería
respetarse, que es la Constitución, sino porque hay suficientes indicios como
para sospechar que estamos ante la presencia de un Estado delicuencial o
forajido. No solo por las acusaciones de ser cercanos aliados y
colaboradores de grupos extremistas y terroristas, sino por los indicios de
estar metidos en tráfico de estupefacientes, en negocios turbios, corruptelas y
lavado de dinero. Puede que alguien no considere convincente que esto sea así,
que se pregunte sobre las pruebas. Lamentablemente la prueba es el silencio, de
ese tipo que se llama silencio cómplice. Porque ciertas acusaciones graves y
fundadas, sea por las investigaciones periodísticas de cadenas internacionales
o por procesos judiciales gravísimos, en Venezuela no son investigados… lo cual
sería el mínimo. Corresponde a lo que se conoce con el nombre de Notitia criminis, o sea al propio
protocolo previsto por la Ley. Abrir una investigación es el mejor servicio que
se puede concebir para la persona que sea inocente. Ahora bien ¿por qué esa
resistencia? Queda la sospecha de si será porque se sabe quiénes son los culpables
que, a su vez correspondería a los “peces gordos” del régimen…
El Papa, como pastor de la Iglesia universal, está prestando
en el mundo un gran servicio, de gran riesgo. Porque tiene en su mirada la
transformación de la realidad, de acuerdo con el Evangelio. Lo hace de cara a
los marginados, al futuro de Europa, a los jóvenes, a los ancianos, a los
inmigrantes. Es la mejor estrategia de Occidente para desarticular y desarraigar
el extremismo musulmán. Y entiende que los grandes retos, esas realidades que
enfrenta la humanidad, son procesuales. En sí mismas pueden tener ambigüedad.
No puede hipostasiarse como algo absolutamente bueno o absolutamente malo,
porque nada se detiene, depende de lo que vaya aconteciendo. Amerita discernimiento, para intuir por dónde
camina el Espíritu y va abriendo brechas, en medio de las ambigüedades. Captar “los
signos de los tiempos”. Pero nada es el Reino de Dios en la tierra (la reserva
escatológica, que llamaría Johann Batist Metz). Aunque intentemos que se le
asemeje o que sea este en sus inicios (en semilla). Lo que sí puede ser muy
claro y evidente qué no es el Reino: lo que Jon Sobrino, con lucidez, ha
llamado “el anti Reino” y Juan Carlos Scannone “el anti-pueblo”.
En ocasiones resulta arduo tapar con un dedo el sol de lo que
sucede en Venezuela.
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