En torno a la Tradicionis Custodes del papa Francisco
Cuando el mundo parece estar abrumado con violencia e inestabilidad política en Cuba y la región, saqueos en Sudáfrica y nuevas escaladas de Covid, Francisco saca un documento, motu proprio Tradicionis Custodes, sobre la manera de regular el uso del misal de 1962 de Juan XXIII, que corresponde con el ritual tridentino aprobado por san Pío V en 1570 ¿Cómo se digiere esto, que parece fuera de lugar?
En realidad, no sé si la culpa sea de Francisco o de
Pablo VI. O más bien, de
Juan Pablo II y Benedicto
XVI. Pero para muchos la discusión sobre el ritual y la Liturgia suena
anacrónico y bizantino. Si bien no soy un especialista en Liturgia, como
presbítero (o sea, sacerdote), soy un usuario asiduo del ritual, con un
conocimiento suficiente como para ofrecer mi punto de vista, que dista mucho de
ser el de un perito.
Me formé en los tiempos posteriores al Vaticano
II y pude contemplar, en algunos casos, y oír, en otros, algunos desvaríos de
aquellos sacerdotes que no conseguían adaptarse a los cambios. Luego supe del
problema de Mons. Lefebvre,
del daño que había causado y, de manera posterior, algunas disposiciones del
Vaticano en relación con los grupos más conservadores.
El cardenal Siri, arzobispo de
Génova y papable en algún momento, fue otro caso. Parecía una amenaza a todo el
conjunto del Concilio. En mis tiempos de formación en Roma, hacia mediados de
los ochenta, me comentaban que allí se seguía celebrando en latín y de espaldas
a la gente. Además, por supuesto, de todo el boato de las misas presididas por
él.
De Ratzinger, convertido en Benedicto XVI, supe que
consideró un error la decisión de Pablo
VI, de abrogar el ritual anterior a 1970, puesto que implicaba afirmar que,
durante cuatro siglos, todas las misas (Eucaristías) habían sido inválidas
(término que implica, para los poco entendedores, que Jesús no se había hecho
presente en las especies del pan y del vino). Alguien aclaraba
que no se había abrogado el ritual, sino la ley que afirmaba que ese era el
ritual con el que se debía celebrar, que es lo que había hecho en el siglo XVI
el papa Pío V. Hace casi quinientos años, se dejó de celebrar como se venía
celebrando. Y Benedicto abrió la posibilidad, más aún, a que se siguiera
usando, como para que no fuera motivo de división en la Iglesia, siempre que se
aceptase la validez del Concilio (validez no solo jurídica en el sentido
normativo, sino espiritual, como paso del Señor por su Iglesia a través de su
Espíritu).
Francisco ha dicho que, luego de consultarlo con los obispos,
ha considerado restringir las celebraciones que se guiasen con el misal
antiguo. Lo justifica en razón de abusos y resistencia para aceptar el concilio
Vaticano II. Facultaba a los ordinarios, es decir, a los titulares de las
diócesis, a permitir misas en latín en alguna iglesia, que no fuera templo
parroquial. Mons.
Paprocki, obispo norteamericano de Springfield, Illinois, y doctor en
Derecho Canónico, ha dispensado a algunas parroquias de cumplir con el motu
proprio de Francisco. Leí a alguno que ha dicho que no es potestad del Papa
este asunto, como tampoco Benedicto estaba facultado para cambiar las palabras
de consagración. En realidad, fue una precisión de orden exegético. De la traducción
en las palabras de consagración del Cáliz, en vez de “por todos” a “por
muchos”. Lo que no implicaba que Jesús no se hubiese entregado por “todos”,
sino que la Eucaristía era por “muchos” (implica el reconocerlo presente en el
Sacramento y, si se da un paso más, estar reconciliado para poder comulgar). El
mismo también se refirió a la iniciativa de Francisco, cuando consideró que
debía mejorarse la traducción del Padrenuestro en italiano. Porque tal como se
oía, parecía indicar que Dios es el responsable que nos introduce en la
tentación. Lo que al final hace que quede la pregunta si la referencia, la
norma para la Iglesia, es la Revelación, especialmente la Escritura (pues está
escrita), o la Tradición de la Iglesia (con la pregunta si Traducción es un uso
repetitivo de una costumbre o algo más de fondo, así como si puede haber
aspectos en la Tradición que no coincidan con la Escritura, que replantea el
problema de “las dos fuentes”, que fue un desafío superado en el esquema IV de
la Dei Verbum, la Constitución Dogmática de la Divina Revelación,
del concilio Vaticano II).
Por otro lado, ha sido Benedicto quien comentó cómo
algunas traducciones y adaptaciones posteriores al Concilio implicaron un
empobrecimiento de la Liturgia. Pero no habría que pensar en los años sesenta y
setenta (por cierto, se tardó cinco años en sacar el nuevo ritual, luego de
clausurado el Concilio). No debo referirme a otras personas, cuando he sido
testigo directo e indirecto de excesos en las celebraciones, por ministros que
creen que ser simpáticos, es lo mismo que ser liturgos (responsables
de introducir a la comunidad en el Misterio). Una “bailadita” (y no me refiero
a las versiones carismáticas) puede impulsar la hilaridad de la comunidad, y
verá el sacerdote si es una forma de acercarse a la gente fuera de la
celebración (cuestión contraria a las normas), pero que realizarlo al interno
de estas queda lejos tanto del Misterio Pascual como de la Última Cena,
referentes obligatorios. Otro caso, cuando se trata de bendecir a la comunidad,
se debe usar de suficiente agua (bendita) para que sea significativa, pero no
puede transformarse en un juego de Carnaval (que en Venezuela se vive mojándose
unos a otros, de manera festiva).
De regreso al Motu Proprio: el camino de
la renovación litúrgica
Regresando al motu proprio, es natural que suene
extraño que, luego de una semana convaleciente en la clínica Gemelli y con las
calles de Cuba prendidas por las protestas, la atención haya estado centrada en
una decisión de este tipo. Para ello voy a intentar ofrecer algunas
reflexiones.
La renovación de la liturgia no fue un asunto iniciado
por el concilio Vaticano II. Ya Odo Casel, en Alemania, lo
comenzó a alimentar a inicios del siglo XX, lo que el papa Pío XII llamaría
el movimiento litúrgico. Y personas como Edith Stein, conocida como
carmelita como Teresa Benedicta de la Cruz, hoy en día mártir y santa, disfrutó
de dichos esfuerzos en los monasterios alemanes. Tanto que toma el nombre que
proviene de san Benito, iniciador del monacato en Occidente.
Algún tipo de impulso renovador se dio desde Pío
X y con el papa Pío XII, quien también puso las bases sobre las que se
asentaría la renovación de los estudios bíblicos, que desembocarían en el gran
documento que representó la Dei Verbum (el cuarto esquema, mencionado en líneas
atrás, que permitió el consenso, tuvo el valioso aporte de los teólogos Rahner
y Ratzinger). En nuestro caso, cuando se habla de Tradición en la Iglesia, no
nos referimos a las costumbres folklóricas o piadosas, sino a la manera cómo se
ha buscado vivir la fe, con fidelidad, a lo largo de los siglos. Por lo tanto,
su comprensión y praxis que han buscado fidelidad (algunos pueden referirse más
a la manera como se fue viviendo en los primeros siglos, y otros a la manera
como se ha recibido, comprendido y practicado la Revelación, de forma tal que
implican una referencia imprescindible, aunque no desligada de la Escritura).
Liturgia en general, y el ritual de la
Eucaristía en particular, han tenido una realidad dinámica a lo largo de los
siglos
Me gustaría considerar que la Liturgia en general, y
el ritual de la Eucaristía en particular, han tenido una realidad dinámica a lo
largo de los siglos. Si se habla de la “evolución del dogma” para referirse a
la paulatina comprensión nueva y profunda de este, quizás en sistemas
lingüísticos, expresivos y filosóficos nuevos, no como un cambio de fondo o
relativismo, de manera análoga se podría considerar de la Liturgia. Que
la lex credendi, lex orandi que se ha dicho desde siempre (la
ley creída, ley orada, si se entiendo como norma que lo que se ora, es lo que
se cree) no es solo referido a la substancia de los sacramentos, que muchas
veces pueden ser incomprensibles para la gente hasta en sus explicaciones. Esta
fórmula latina debe incluir a los ritos introductorios y explicativos, que
tienen un sentido mistagógico, en el sentido que las celebraciones son un
proceso en el que la comunidad se introduce en el Misterio, se encuentra con la
Palabra de Dios y se relaciona trinitariamente con Dios en los momentos cumbre
o clímax de los sacramentos.
Algo de historia
Para lo cual es oportuno algunas observaciones. Jesús
no dejó ninguna ley escrita, menos un ritual. La gran norma para la Iglesia
(Pueblo de Dios que camina en la historia) es el Evangelio. Por motivos varios,
como la aplicación práctica obligatoria, la escolástica ser refiriera como la Ley
nueva, es otro asunto. No digo que no hiciera falta la sistematización en pasos
o ritos, cuestión que puede rastrearse ya a finales del primer siglo. Digo que
no se dio de inmediato y que los mismos Evangelios no son escritos de Jesús,
sino escritos sobre Jesús que recoge su vida y enseñanzas, además de su Muerte
y Resurrección, por parte de las comunidades a partir de las enseñanzas de los
apóstoles.
Correspondió a la patrística organizar la manera de
celebrar en la Iglesia, más cuando el espacio sagrado fue la basílica romana y
no la domus ecclesiae, que podían ser hasta casas alquiladas. Así,
una vez que ocurre la pacificación con el imperio Romano, resulta comprensible
que se organice mejor la Liturgia, que seguramente traía elementos valiosos
propios de la Liturgia de las sinagogas. Pero algunas cuestiones, como los
ornamentos sacerdotales, tuvieron su origen en las vestimentas sacerdotales que
se usaban en el Imperio antes de la pacificación de Constantino. La gente podía
identificar así a los encargados del culto, si bien se incluyeron simbología
cristiana.[i]
Sin recordar a quien corresponda el mayor mérito, pero
los llamados Padres de la Iglesia tuvieron el acierto, puede que inclusive con
una sensibilidad simbólica griega, de introducir una serie de signos que
acompañen la celebración, que siguen hoy en día vigentes. Creo que de todos
puede rastrearse un trasfondo bíblico, a veces imperceptible para el católico
promedio, dado su desconocimiento de la Escritura, no así para cualquier
miembro de las iglesias separadas, para asombro de ellos. Si bien elementos
como el fuego, el agua, la luz… además de ser nombrados, son visibilizados, por
ejemplo, en el fuego pascual o la bendición del agua, también corresponde con
imágenes arquetípicas y universales para la humanidad. A lo que se añade la
referencia al Éxodo, al Sinaí o a Pentecostés.
Ciertas variaciones celebrativas e idiomáticas han
hecho que se logren identificar familias o ritos litúrgicos hoy en día. En si
son más las semejanzas que las diferencias, pero también las hay. En iglesias
nestorianas, separadas de la Romana, hay diferencias en signos y rituales que
tiene que ver con su particular concepción de la doble naturaleza de Jesús o su
relación con el Padre.
En términos generales, además de la liturgia romana,
está la ambrosiana en Milán, la visigótica en Toledo y otras varias,
principalmente en Oriente, en comunidades unidas o no a Roma: la melquita, la
maronita, la greca ortodoxa, la ortodoxa eslava, etiópica… Con diferencias en
cuanto al espacio celebrativo y el mismo arte en general.
En Occidente la caída del imperio Romano constituyó un
trauma que implicó que se asentara las nuevas sociedades alrededor de nuevos
gobernantes. Sin que sea tan sencillo de explicar, pero los grandes guardianes
de la cultura occidental fueron los monasterios. La organización en diócesis
fue más complicada y con irregularidades incomprensibles para nosotros. Por
ejemplo, un obispo permanentemente ausente de su diócesis. De igual manera el
clero: se forja la expresión “curas de misa y olla”, para referirse a ministros
cuya única cualidad era saber leer, pero con una ignorancia supina en todo lo
demás. En un ambiente no muy claro, pues existía varias formas de celebrar el
matrimonio y no solo el canónico (en la iglesia ante un ministro ordenado),
muchos sacerdotes diocesanos tenían familia, con la acusación de vivir en
concubinato, cuestión que, como digo, para algunos podía haber sido la de estar
solo casados. Valga la aclaratoria, que ya en la Iglesia en Occidente (no en
Oriente), los sacerdotes debían ser célibes. No sé si por rebeldía o ignorancia
hasta el concilio de Trento en el siglo XVI siguió dándose esta situación, que
se había decidido en el Concilio de Elvira, que fue un concilio regional en
Hispania (al sur de España), hacia el siglo IV.
En tales condiciones seguramente la liturgia sería un
caos. Por cierto, paulatinamente se fue reglando también la cantidad de
celebraciones que podían oficiarse, porque poco a poco la celebración de los
sacramentos fue constituyendo la fuente de ingresos de parroquias y
monasterios. Evitar la simonía, es decir, la venta (y la apariencia de venta) de
lo sagrado constituía un desafío que acometieron diversas disposiciones.
Sea por los motivos que fuesen, comenzó a imponerse la
liturgia romana, desplazando otras formas de celebración. Para algunos era una
forma de resaltar la centralidad del Papado y de ganar influencia. Otros
señalan que el problema era que muchos clérigos dependían más del señor feudal
que del obispo. Y está quienes identifican a Carlomagno como el gran impulsor
de la reforma carolingia, pues era una manera de cohesionar el imperio, que
será antecedente para el Sacro Imperio Romano Germánico.
Con esto quiero decir que, antes de Trento, ha habido
una rica y compleja historia. Si Trento tuvo validez, también los ritos
anteriores, que dejaron de celebrarse. Según parece, Trento subrayó (y seguramente
introdujo) en los signos litúrgicos lo que la reforma protestante,
especialmente Lutero, se empeñaban en negar. Por ejemplo, la presencia real de
Jesús en la Eucaristía. Así que era importante que se viera encumbrado el
momento en el que Jesús se hace presente en el altar. Lo que afectó también a
la organización del espacio sagrado (o sea, el celebrativo). Toda la reflexión
sacrificial, aunque suene a Antiguo Testamento, iluminaba la celebración. Una
augusta austeridad, pues se resaltaba el sacrificio incruento de Jesús y se
recordaba que no se trataba de un nuevo sacrificio sino el memorial y, por lo
tanto, actualización de este.
Si, por un lado, hubo que combatir todas las
corrientes racionalistas que arriban al modernismo (no para hablar peyorativamente
de lo moderno, sino la exaltación de la razón y la técnica como criterios de
única verdad y de desprecio hacia todo lo incomprensible para tachar de
falsedad y superstición) e, inclusive, experiencias de santos sirvieron de
aliciente para que se consolidaran devociones al Sagrado Corazón de Jesús. Por
otro, lo sublime se contrapuso al ser humano ordinario, que se sentía indigno
de acceder a lo divino, cuestión que afectaba a la comunión.
Todo este movimiento de la historia, expuesto con
torpeza, pero buena intención, anteceden al Concilio Vaticano II. El cual tiene
como doble consigna il aggiornamento (la puesta al día o
actualización) y el volver a las fuentes, por lo que adquiere
particular importancia tanto la Biblia como la Patrística. Parece natural que
esto haya afectado la manera de celebrar. Y no como infidelidad, sino como
nueva lucidez. No es negar la continuidad, sino estar conscientes que, en esa
continuidad, se han colado elementos que no corresponde a la esencia de los
sacramentos, los distorsionan y pueden servir de confusión. Entre lo que decía
Pablo VI, estaba la duplicación de elementos, por ejemplo, que debían
simplificarse.
Consideraciones teológicas finales
Sin negar el valor intermedio de las maneras como se
ha celebrado la Eucaristía, volver a las fuentes ha debido implicar regresar a
la referencia a la Última Cena y su conexión con el Misterio Pascual. Si bien
la Última Cena tiene elementos irrepetibles, la referencia debe ser a ella. De
ahí que se hable, por ejemplo, de Banquete Eucarístico y no solo de Sacrificio.
Ello incluye un elemento de alegría, en medio de la sobriedad del sacrificio,
puesto que entendemos que se actualiza la entrega de Jesús en la Cruz… pero
también su Resurrección.
Entiendo la importancia de la continuidad, entre otras
cosas, porque nos conecta con el movimiento histórico y de gracia que nos lleva
a los Apóstoles. Es importante reconocer esa continuidad, pero no repetirla de
manera acrítica ni transformar a las comunidades en ingrávidas de temporalidad.
Hay un mínimo de signos que deben ser entendidos.
Otros, los más arcanos y sublimes, deben ser explicados. Pero la celebración
litúrgica, en especial la Eucaristía, no puede estar divorciado de la historia
y de la manera como, en la actualidad, la Iglesia es consciente de su misión.
Por ejemplo, recuperar la sinodalidad va de la mano con la consideración de la
Iglesia como Pueblo de Dios, del cual participan todos los bautizados. La Liturgia
tiene que reflejar esa consciencia, que corresponde no solo al Vaticano II sino
al legado de Jesús. Puede que haya responsabilidades diferenciadas, para la
participación activa y pasiva es importante. No puede haber una Eucaristía, por
ejemplo, clericalista, por más que corresponda al obispo y presbítero presidir
la misma como ministros responsables (sacerdotes). Ello no tiene que ver con un
desorden ni en las funciones ni una confusión en cuanto a la conformación de la
gracia en los ministros ordenados.
Me parece que debe quedar fuera de discusión ciertas
ocurrencias, como quienes sugerían que la celebración de la Eucaristía podía
hacerse, en América Latina, con pan de maíz y alguna bebida típica, pues es lo
que Jesús hubiera hecho. Estamos de acuerdo en suponer eso. Pero resulta que
Jesús no se encarnó de forma histórica en América Latina sino en un territorio
de cultura judía y como un judío. Ello no implica, para muchas cosas, tener que
judaizarnos, por supuesto. Sí ser cristianos siguiendo a Jesús en la situación
en que estamos y con nuestra propia idiosincrasia. Pero la referencia bíblica,
que nos saca de nosotros mismos y nos invita a conservar la moderación de las
pretensiones, nos hace repetir lo que Jesús hizo en la última Cena y no lo que posiblemente
hubiera hecho en otra localidad. Porque en verdad se hizo hombre (ser humano) y
no es una historia que podamos alterar al propio gusto. Relativiza nuestras
pretensiones, es decir, las pone en relación en función de Jesús, revelación y
salvación del Padre, encarnado en una historia concreta que se transforma en
criterio para evaluar nuestra fidelidad a Él.
Esa referencia, que fue enriquecida por la estructura
y signos celebrativos de los primeros padres de la Iglesia, hay que conservarla
como núcleo de esta iglesia en salida y con desafíos de Evangelización. Pienso
incluso en todo lo referente a los Derechos Humanos. Y que para los laicos
bautizados no es una manera dominical de prepararse para el cielo, sino asumir
que en esta vida todos tenemos una misión, de testimonio y evangelización, que
tienen que ver con Dios. Así la gente se dedique a la política, la medicina o a
asear las calles.
Si por un lado hay quienes quizás cifran sus
esperanzas en las celebraciones tradicionales multiseculares, hay otros que
parecieran enrolarse en un proceso de secularista. Como si la ausencia de
signos pudiese ser ¿significativa? En realidad, la ausencia es una opción más y
no una alternativa neutra. La celebración de por sí necesita de signos,
inclusive de vestimenta. Puede abrirse el debate en cuanto a cuál vestimenta.
Personalmente considero apropiado, por lo menos hasta los momentos, una que la
gente reconozca como propia de la función que se realiza. O sea, no me parece
ni lógico ni sensato que se cambiaran los ornamentos por un traje de chaqueta o
un traje típico. Creo que los ornamentos pueden y deben estar afectados por la
cultura popular y la sensibilidad artística de los pueblos, manteniéndose
reconocibles. Pero considero que ciertos excesos se podrían evitar si, por
ejemplo, se asume que forma parte de otros tiempos. Como si nos refiriésemos a
la triara, que queda muy bien en los museos Vaticanos, pero no en la cabeza del
Romano Pontífice.
Al final el punto de referencia es y será la Última
Cena (y su relación intrínseca con el Misterio Pascual). Sea que se celebre en
el Vaticano o en las pequeñas comunidades de América Latina.
[i] Fue
problemático dicha especialización, pues se fue dando una separación no propia
del cristianismo entre las funciones sagradas y las profanas, y los sacerdotes
dejaron de ejercer otras actividades, que podían servir tanto para ganarse la
vida como para estar “igualados” al resto de los bautizados y no como una casta
distinta.
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