En verdad, eres un Dios escondido
Desde
hace tiempo no me he puesto a escribir reflexión alguna. Ha habido diversas
circunstancias, si bien me parece oportuno y necesario pretender hacerlo. En
oportunidades han surgido destellos de lo que se podría abordar, pero no
siempre han cuajado. Han sido distracciones y ocupaciones, nunca desinterés. Y
las distracciones han sido por encontrarme frente a otros puntos de atención.
Sobrevino
la pandemia y, por si fuera poco, la crisis de Ucrania por la invasión rusa.
Con anterioridad la economía ha dado bamboleos. O sea, desde el 2007 no se
levanta cabeza. Y Venezuela se muestra como metáfora de lo que otras regiones
pudiesen enfrentar. De hecho, ante autores que han planteado las crisis de los
modelos democráticos y el surgimiento de autocracias, para desilusión de los
más optimistas, está la trayectoria de Putin. Mientras en Occidente no se
levanta un líder político ni estadista con la suficiente talla como influir
acertadamente. Trump, en su momento, representó el secuestro de las causas
provida en un estilo de gobierno que traspasó las formas democráticas e
institucionales y acarició el mesianismo despótico. En el otro bando, las
opciones demócratas en Estados Unidos plantean reivindicaciones, como ha sido
habitual, pero en este caso hacen avanzar agendas progres sin que se dé el
espacio para cavilar mejor los alcances y consensos. Así que hay una suerte de
dogmatismo en todo esto, con las posibilidades de imposición a troche y moche. Y otros liderazgos en otros países dejan mucho
que desear, sin incluir el caso aparte que es España.
Dentro
de este panorama, nada halagüeño, está la Iglesia. Sufriendo transformaciones,
cuestión que es positiva, pese a las resistencias, pero también resquebrajada
en su credibilidad por el pésimo manejo de los casos de enfermos con sotana.
Algunos añoran la talla de un Juan Pablo II en el papado, sin que Benedicto
XVI, por quien siento especial admiración, ni la audacia de Francisco, también
digno de admirar, hayan podido colmar las expectativas de la gente ancladas en el
inconsciente colectivo. En favor de Francisco, que mucho pudiera decir,
plantearía que la figura de Juan Pablo II resultaría una piedra de tranca para
una iglesia que busca caminar de manera sinodal. Más que por el estilo o las
decisiones, cuestión que también se podría analizar, el carismático Karol
Wojtyla, todo un rock star, acaparaba la luz de los reflectores, lo que pudiese
haber representado una traba para la corresponsabilidad de los bautizados. Por
supuesto que, sin el movimiento de masas de Juan Pablo II, junto con factores varios,
sea un EWTN o el trabajo de base en las comunidades de El Salvador, el
planteamiento de la corresponsabilidad y de la sinodalidad hubiera quedado para
libros de biblioteca.
Lo
cierto es que experimentamos una serie de situaciones que pudiesen llevar a la
pregunta sobre Dios: ¿dónde está Dios? Desde las víctimas de la pandemia como
los familiares de los caídos durante las protestas en Venezuela o quienes se
atrincheran detrás de cualquier refugio en Kiev, la pregunta es pertinente y
urgente. Equivale en otros términos a preguntarse si el amor puede seguir
prevaleciendo frente al odio.
El
tema del mal siempre hubiera dado dolores de cabeza si no fuera porque
involucra a la totalidad de las personas. Es decir, no es una traba intelectual
sino una amenaza vital. Forma parte de las argumentaciones que, por ejemplo, en
el Cándido de Voltaire, tendían una zancadilla a los postulados filosóficos
sobre la existencia de un Ser Superior. En medio de todo esto, cuando pareciera
que son insuficientes las fuerzas de los seres humanos, se espera que Dios
intervenga y prevalezca sobre el mal. Pero no se siente así.
No
pretendo hacer un elenco de razones por las que esto sea así. Sencillamente las
desconozco. Pero, cuando me interrogo, la referencia a la palabra de Dios me
habla de un Dios escondido, no de un Dios ausente: “Verdaderamente tú eres un
Dios escondido (literalmente: “el Dios que se esconde”), el Dios de Israel, el
salvador” (Is 45,15), explica Mons. Silvio Báez. Si
bien está lejos de ser una explicación, sí permite direccionar los
interrogantes y corregir la disposición interior.
Franciscanos
como Guillermo de Ockham extremaron tal afirmación, buscando salvaguardar el
misterio de Dios, al punto de negar prácticamente cualquier afirmación que se
pudiera hacer, fuera del ámbito de la fe como disposición, a diferencia de
santo Tomás, genio que se apoyaba en la Revelación y en categorías cercanas a
la metafísica aristoteliana. Esta crisis para el pensamiento teológico pudo
impulsar la Devotio Moderna, con posiciones como las del Kempis, que podían
apuntar hacia la mística, pero, por otro lado, el vacío argumental preparó un
ambiente propicio como para la ruptura de la Reforma.
Manteniendo
la convicción de la incapacidad humana de reducir a Dios a conceptos (santo
Tomás recordaba en su Suma Teológica que más sabemos lo que Dios no es que lo
que Dios es), la Biblia afirma que el Señor es un Dios escondido que sale al
paso de los que lo buscan. San Juan de la Cruz lo desarrolla de manera lírica
en su Cántico Espiritual, como un movimiento en salida, de búsqueda, que no se
detiene sino hasta que consigue a su Amado (expresión que el santo usa para
referirse a Dios). Y lo hace presentando una suerte de Cantar de los Cantares,
que es la imagen que subyace a los versos.
Disponerse
a la búsqueda implica la aceptación de lo efímero y provisional, puesto que se
está “de camino”. No consiste solo en dejar pasar el tiempo. Es más, es un
dinamismo, puede decirse que dialéctico, de muerte y resurrección interior que
llevan a la transformación del encuentro y abrazo divino.
En
estos tiempos tan particulares, en que ha habido una especie de consumismo en
el supermercado de las ofertas espirituales, el encontrarse con el Dios
escondido, que no ausente, es todo un proceso de purificación interior. De
hecho, ninguna tradición religiosa que sea relevante como para admirar, ha sucumbido
a la tentación de ofrecer una experiencia divina como si fuera una instantánea sobredosis
de opiáceos.
Queda
la pregunta sin contestar: ¿cómo esto rebosará hasta alcanzar la historia
humana?
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