Anotaciones en torno a la sinodalidad
Los gozos y las esperanzas, las tristezas y las angustias de los hombres de nuestro tiempo, sobre todo de los pobres y de cuantos sufren, son a la vez gozos y esperanzas, tristezas y angustias de los discípulos de Cristo. Nada hay verdaderamente humano que no encuentre eco en su corazón.
GS 1
He querido iniciar estas líneas
recordando un texto de sobra conocido, que no solo ha sido citado en multitud
de ocasiones, sino que da nombre a la Constitución Dogmática Gaudium et Spes,
del Concilio Vaticano II. Me explico.
Si se hace el recorrido desde los años juveniles de Angelo Giuseppe Roncalli,
futuro papa Juan XXIII, el encuentro con el obispo de Bérgamo, Mons. Giacomo
Maria Radini-Tedeschi, debió marcarlo. De por sí era un obispo “extraño”, muy
cercano al sufrimiento de las clases proletarias y que favoreció la creación de
sindicatos católicos. Con todo, el texto conciliar, conocido por mí en mis años
de seminario, se asemejaba a la experiencia de Moisés ante la zarza ardiente:
si no fuera por la teofanía ante la Zarza ardiente (Ex. 3,7ss), Moisés no se
habría acordado de los gritos de su pueblo, que conocía por su estadía en Egipto,
y que estaban subiendo hasta Dios, que los veía. La cita conciliar corría el
riesgo de ser interpretada como la Iglesia dialógicamente opuesta y
contemplativa de “los gozos y las esperanzas, las tristezas y las angustias de
los hombres de nuestro tiempo, sobre todo de los pobres y de cuantos sufren” y,
por lo tanto, la Iglesia identificada con la jerarquía y, en concreto, con los
padres conciliares. Sigue una apropiación interesante, cuando dice “son a la
vez gozos y esperanzas, tristezas y angustias de los discípulos de Cristo”.
Como digo, en aquellos años la
lectura del texto se podía interpretar, erróneamente, como que la Iglesia,
conformada por sus representantes oficiales (que podía incluir cuanto más hasta
la vida consagrada), levantaban la cabeza por encima del alzacuellos, y girarla
para oír, desde lo alto, lo que ocurría en la historia del mundo. Con la duda
de si, además de oír, llegaban a ver.
Podrá considerarse lo anterior
como un buen recurso literario para ganar la atención de los lectores. Sin embargo,
ahí está la experiencia postconciliar con los tiras y aflojas no solo entre
versiones dialécticas de la fe, como en algún momento pudieron ser los
“sacerdotes por el socialismo”, sino entre vertientes más evangélicas, aunque
no exentas de representar objetivos suculentos para las izquierdas
revolucionarias, como lo fueron tanto la opción por los pobres de Medellín como
la naciente experiencia de las CEBs. Al final lo que sí resulta importante es
el largo camino que ha hecho (y está haciendo) la Iglesia para que sea
comunidad de bautizados y, además, que los bautizados tengan voz, sin necesidad
de pertenecer a alguno de los órdenes sacramentales. Presumo que el lugar donde
los laicos tenían voz en siglos pasados habrían sido los confesionarios. Por lo
que los buenos confesores, no los que despachan absoluciones, podrían haber afinado
el oído a los sufrimientos de la gente. En ese momento y cuando impartían la
unción de los enfermos.
...
Lejos están los días del
Vaticano II. Pero no solo en el pasado, cuando se pronunciaron y escribieron
sus palabras, sino en el futuro, cuando esperamos su asimilación y cumplimiento,
que esperamos cercano. Si bien palabras como “hombres” se usarían en estos
momentos con mayor tacto que en los espacios eclesiales de los años sesenta,
sin negar sospechas sobre si esas querían referirse a la humanidad y no a los
miembros de un sexo. Para llegar al momento actual, además de la crisis
enfrentada por Pablo VI, hizo faltaba una figura de tanto arrastre como Juan
Pablo II. Fuera de los minúsculos círculos de personas interesadas en la
formación teológica, cierta difusión en una formación teológica o catequética
se consiguió a través de cadenas de comunicación como EWTN. Estas han podido
contribuir para llegar a este momento. Sin negar los senderos transitados por
la iglesia latinoamericana, como la experiencia de corresponsabilidad en eso
que Puebla llamaba “comunión y participación”, y que animaron la evangelización
en amplios sectores populares de América Latina (que es la experiencia que más
conozco).
Otro de los giros importantes,
en esta coyuntura, está en la preocupación no solo por la aplicación de la
teología conciliar, sino un traslado de acentos desde una teología más centrada
en lo ontológico (y dogmático) a lo histórico, estructural y práxico (si bien
en ocasiones lo histórico haya sido entendido dentro de los grandes paradigmas
de Hegel o Marx). El sujeto de la sinodalidad, que debe cruzar el Jordán para
tomar posesión de la Tierra prometida, es la Iglesia, comunidad de bautizados.
Pero no en el sentido abstracto y declarativo sino concreto y predicativo: esta
Iglesia, con este pasado, estos conflictos, en este lugar y con este entorno.
Ya por aquí se evidencia un aporte y enriquecimiento para la teología, en su
desafío por la historia: no es la historia es su abstracción (necesaria para
tener visiones de síntesis), enmarcadas dentro de filosofías de la historia,
sino el devenir de estos sujetos de esta o estas parroquias, de esta o estas
diócesis.
Aquí hay un elemento también a
valorar. En ocasiones algunas teologías se hicieron muy dependientes de los
aportes de las ciencias sociales, quizás mostrándose ingenuas ante sus
limitaciones metodológicas o presupuestos filosóficos (que siempre deben
considerarse en cualquier proceso científico). Bien podría recogerse los datos
de estos aportes, considerándolas como mediaciones, sin negar inclusive la
necesidad de investigaciones y la importancia de sus conclusiones, pero sin
relegar la capacidad de escucha de la comunidad, de la que hablan los estudios.
Lo plantea el documento de Aparecida (DCA 19), cuando establece “mirada de los
discípulos misioneros sobre la realidad” (DCA 33), que es más que el marco
socioanalítica propuesto de manera aséptica, como si comunicara verdades cual
oráculo griego. En oportunidades pareciera ser la interpretación que se hacía
desde Puebla, con su “visión de la realidad” (P 2 y 15ss), sin que se recordara
que el mismo número la indica como visión de pastores (P 2). El creyente hace
una ponderación de la realidad no solo a partir de los datos suministrados por
las ciencias sociales sino tanto de su experiencia e inserción pastoral como por
su cosmovisión.
Del sínodo a la sinodalidad
Así que nos movemos del sínodo a
la sinodalidad. En este caso como una dimensión constitutiva de la Iglesia.
Siempre en el sentido concreto tanto de espacio como de tiempo, con procesos
trasformadores no solo a nivel de conversión, sino de estructuras eclesiales.
Por tanto y por supuesto, la dimensión jerárquica de la Iglesia no queda
demolida sino reinterpretada y reubicada, con un estilo que parece más cercano
al Evangelio, pero sin negar la ontología del ministerio ni las propias
responsabilidades. Ya lo aclaraba el papa Francisco: no se trata de un
parlamentarismo[1], sino
de búsqueda de la voluntad de Dios por lo que el proceso es de discernimiento,
de escucha y de oración. Pero tampoco, por mucha fuerza que se le dote a la
comunidad, los pastores pueden prescindir del vértigo y responsabilidad, ya
resaltada por san Agustín, de ser quienes, en última instancia, deben asumir
las consecuencias de las decisiones. Así como no se puede esconder las
inseguridades detrás de una experiencia gregaria, tampoco se puede escurrir la
responsabilidad bajo la premisa de que fue una decisión de la mayoría
parroquial o diocesana.
Me gustaría hacer una especie de
precisión terminológica. Espero no parecer arrogante y me escudo en las propias
reflexiones de la Comisión Teológica Internacional[2].
El Papa ha dicho que sínodo significa “caminar juntos”[3].
Me parece que es inexacto, aunque, por supuesto, no erróneo. Si bien es cierto
que hay dos palabras novedosas y, por lo tanto, inexistentes con anterioridad o
de uso restringido: sinodal, como adjetivo, y sinodalidad, como dimensión.
En griego Hodos significa camino. No lo he conseguido como
verbo, que correspondería a otra palabra, hasta donde sé. Palabras como método
y éxodo tienen esa raíz. En Hechos de los Apóstoles, los cristianos son
“los discípulos del camino” (Hch. 9,2, por ejemplo). La doctrina de los Dos Caminos
se refiere tanto al texto del Dt. 30,15 y Jr. 21,8 como a las primeras líneas
de la Didajé. Y estos textos, que pueden ser completados por las parábolas de
los dos caminos, uno ancho y otro estrecho, de Mt. 7,13-14. Pero necesariamente
tenemos que referirnos a Jn. 14,6, donde Jesús se identifica como “el camino,
la verdad y la vida”. Así que Jesús es el camino que, por cierto, no nos viene
dado de antemano, sino que hay que buscarlo. De hecho, la parábola antes citada
no se refiere a un camino ancho, por donde todos quieren ir, y uno estrecho,
donde la gente se tropieza. En los terrosos caminos de Tierra Santa, un camino
estrecho es poco transitado y, por lo tanto, mal demarcado como para
encontrarlo con facilidad. Así que debemos buscarlo.
Y retomamos uno de los puntos
anteriores. Desde una teología centrada en la constitución dogmática de la fe y
olvidada de sus dimensiones existenciales e históricas, todo viene dado de
antemano. Esto, para una Iglesia con una pastoral de conservación, pudiese ser
suficiente. Pero para una Iglesia en salida, de ventanas abiertas, tal cosa no
es posible. Se requiere identificar no el dogma sino la forma de vivenciar
eclesialmente la fe, que no le basta con la repetición de rituales ni de frases.
Ya Ignacio Ellacuría advertía que la manera como se presentara la ortodoxia de
los contenidos de la Fe, acentuando uno y callando otros, podía servir o no,
intencionalmente, para apoyar un tipo de pastoral con consecuencias
sociopolíticas, inclusive encubridoras del sistema y las relaciones sociales.
Si la palabra sínodo se
refiere a hodos, camino, este hay que buscarlo. San Juan de la Cruz es
un santo en salida, según se muestra en algunos de sus poemas y comentarios. De
búsqueda, porque siente que se le ha perdido al Amado quien, más bien, está
escondido. Y para subir al Monte de la Perfección hay tres senderos o caminos.
Por cierto, solo el de las nadas llega a la cima del Monte, no los otros dos. A
partir de la cima ya no hay caminos, pues para el justo ya no los hay. Es como
para decir, en la fórmula agustina, “ama y haz lo que quieras”.
Pero la palabra sínodo
también tiene el sufijo sin, que indica simultaneidad. La palabra
adquiere dinamicidad cuando es camino simultáneo, aunque no sea cualquier
camino, pues es Jesús. No es el consenso el que hace que un camino sea Jesús,
es Jesús el que permite el consenso de personas corresponsables, que no buscan
apagar el Espíritu y que están “rastreando” las huellas de Jesús (cuestión que
implica una actitud no solo orante, sino contemplativa). Ese sin, sea del
camino común o del caminar juntos, no lo es de manera atropellada. Como en
sin-fonía, priva una armonía que difiere mucho de ser uniforme u homogenia.
Está claro que el símbolo camino
solo funciona desde la acción de caminarlo. Camino es lo que se ha recorrido,
pero también lo que está por recorrerse. No se mira el camino como el pintor lo
mira para pintarlo o el fotógrafo para hacerle una fotografía, sino para transitarlo
de punta a punta. El ciego Bartimeo está excluido de la dinámica del camino,
que representa la vida en sus distintas relaciones, inclusive comerciales.
Cuando es llamado por Jesús se lanza al camino, se encuentra con Jesús,
recupera la vista y lo sigue… por un camino que conduce hasta Jerusalén, lugar
de la crucifixión, aunque también de la resurrección (Mc. 10,52).
De la cristología del sínodo a su eclesialidad
Si regresamos al punto de vista
de la sinodalidad como dimensión eclesiológica constitucional de la Iglesia que
es Pueblo de Dios, habría que regresar a la metáfora del camino. Bien
dijimos que el camino está ahí para ser recorrido. Y, como todo camino,
suponemos saber a dónde nos lleva. Lo cual no significa que conozcamos todos su
recodos y recovecos. En el camino puede haber salteadores, pero también heridos
que atender, para recordar la parábola del Buen Samaritano. Pero el camino
también puede tornarse irreconocible, más cuando hay una bifurcación o se ha
hecho de noche. O, para mantenernos dentro de la simbología, si hay un terreno
llano que se ha inundado, enmontado o cubierto de nieve. O si el trozo de vida
que nos toca recorrer es tan árido que todo parece igual, sin saber por dónde
sigue.
Creo que las precisiones
cristológicas puedan servir para aclarar el alcance eclesiológico de
expresiones como las de san Juan Crisóstomo, recordada por la Comisión
Teológica Internacional: “San Juan Crisóstomo, por ejemplo, escribe que Iglesia
es el «nombre que indica caminar juntos (σύνoδος)”[4].
Las comunidades de los primeros siglos se vieron en la necesidad de
dotarse de estructuras organizacionales que tuvieron que discernir y reconocer.
Nada había con anterioridad, si bien la referencia a la sinagoga pudo haberles
ayudado o la manera como lo hacía el gobierno del imperio. Pero todo ello tuvo
mucho de provisionalidad. No pertenece a la esencia del misterio de la Iglesia,
al trasfondo dogmático, sino que es funcional. Puede estar como no puede estar,
depende de si cumple funcionalmente. Cuando rastreamos algunas formas de
organización de aquellas comunidades, vemos como algunas se fueron perdiendo y
otras se mantuvieron y evolucionaron, mutando con el tiempo. Para recurrir al
lugar de los tópicos, están los Estados Pontificios: estuvieron y ya no están y
la Iglesia sigue en pie.
Y podemos identificar otro elemento para el acompañamiento teológico por
parte de quienes se dedican a ello. Hay una teología que, estando en la
historia, tiene mucho de provisional. Si estamos en una etapa de cambio o
mutación, intuir hacia donde se va no es fácil, aunque se participe de manera
sinodal con todo el Pueblo de Dios. Suponemos que llegará un momento en el que,
manteniendo el dinamismo sinodal, se tendrá un panorama y un paradigma de la
manera en que se vaya a estar viviendo la fe en comunidad y en el mundo.
Entonces la teología podrá incursionar en proponer reflexiones de mayor
duración.
Hay una expresión agustiniana que resulta de un notable interés y que ha
sido citada en este contexto. Antes, sin embargo, quisiera referirme, en
relación con esta, una expresión y un comentario en relación con esta. Cuando
se decreta el dogma de la Inmaculada Concepción, el papa Pio IX alude al sensus
fidei (y fidelium) de los bautizados:
… y llegaron a la conclusión de que "la santa Escritura, venerable
tradición, el sentimiento constante de la Iglesia [sensus Ecclesiae
Perpetuus ] el acuerdo notable de Obispos Católicos y los fieles [ singularis
Catholicorum Antistitum ac fidelium conspiratio ], y los hechos y las
constituciones memorables de todo ello ilustrado admirablemente esta doctrina Nuestros
predecesores y proclamada.[5]
Resulta curioso que, para algún
comentador anglosajón, la palabra conspiratio la traduce como coincidir
o confluencia[6].
Afortunadamente la Comisión Teológica Internacional rescata su sentido
alegórico a la respiración y lo asocia a las relaciones intratrinitarias[7],
que debería aludir a las relaciones con respecto al Espíritu Santo. Así nos
movemos dentro de la Iglesia como ícono de la Santísima Trinidad, en expresión
que conocí en las reflexiones de Bruno Forte. Además, que el texto supone un
movimiento de mutua inhalación entre el Magisterio y el sensus fidei de
los creyentes, en relación con el dogma de la Inmaculada Concepción. Mucho
habría que añadir sobre el sensus fidei[8].
Pero la palabra conspiratio
alude a otras referencias: a la conspiración ¿qué imagen hay detrás de una
palabra que indica formas de tramar en contra de otros, incluso hacia quien
detenta el poder? Claro que alude al secretismo que hace que dos susurren sus
planes sin que sean escuchados por personas ajenas: son los próximos, tan cercanos,
que respiran un mismo aire. En el sentido físico, la cercanía hace que eso sea
así. Pero también en sentido moral o espiritual, como lo intencional, a participar
en lo torcido.
Pero san Agustín, en un texto
citado por Francisco, habla de «concordissima fidei conspiratio», algo así como
“la muy concorde (en superlativo) conspiración de la fe”. Tres palabras que
resultan inseparables, si no queremos que pierdan la riqueza de la totalidad. La
primera expresión, concordissima, se refiere a cor, cordis, es
decir, corazón. Quien tenga alguna noción sobre el pensamiento de san Agustín,
sabe lo importante que es para él el amor, a que hace referencia el corazón. Si
bien se admite que el amor es también afecto, sin embargo, en su dimensión humana,
según una buena interpretación de la antropología por él usada, a lo que
podemos sumar el trasfondo bíblico, la referencia del corazón al amor implica
un compromiso y convicción que supera la fría racionalidad y conlleva algo de
sana pasión. Con lo cual se entiende mejor la partícula con, que insinúa
a más de una persona (o iglesia): son varios los que coinciden viéndose con una
misma pasión, que debe sostenerse en el tiempo para que siempre sea la mejor
concordancia de los corazones. Pero esa pasión lleva a la conspiratio o
conspiración. Bien es cierto que pudiera entenderse como pasión que desencadena
el complot (“los hijos de las tinieblas son más astutos que los hijos de la
luz”), la cercanía hace que las distintas iglesias (o cristianos) absorban de
un mismo aire, que es el Espíritu Santo, pero también el espíritu de la fe
(algunos han contrapuesto el espíritu del Evangelio a la letra, cuestión de
relevancia para las constituciones de los institutos de vida consagrada). La fe
es co-inspirada entre quienes sus corazones concuerdan en grado supino.
Ahora bien, si queremos
aterrizar este texto a nuestra cotidianidad real, más si pensamos en la
experiencia convocada a todos los cristianos, más allá de las limitaciones del
distanciamiento social, debemos apuntar hacia otras vertientes del símbolo. En
la cercanía con el otro absorbemos al Espíritu que nos permite discernir el
paso del Señor. Pero esa cercanía, que es real, también nos va a permitir saber
de los olores del otro cristiano, así como los demás van a oler mis propios
olores. En la cercanía hemos podido aprender a reconocer el perfume que usan
nuestros amigos, o su aliento o el olor del trabajador o de la persona enferma.
No siempre olores agradables. Obvio que la importancia está más allá de las
sensaciones físicas.
En el proceso de hacer comunidad, que permite la corresponsabilidad del discernimiento,
podremos saber a qué huelen las miserias del otro (también sus grandezas).
Cuestión compleja pero real. Si no queremos hacer poesía con aquello del homo
viator, el ser humano en camino (para evitar el uso genérico de hombre,
que debería entenderse como incluyente de la mujer). Este ser humano es muy
concreto, con su presente y su pasado. Con sus posibilidades y sus miserias.
Con sus diferencias y similitudes. Es ser humano perdonado o en proceso de
redención. Puede que yo sea testigo de sus miserias, como él lo sea de las
mías. La dinámica de la misericordia resulta clave, no como claudicación a un
valor o un empeño, sino como oportunidad y transparencia de la misericordia de
Dios, que no rebaja una tilde a la Escritura. No es un pacto con lo bajo, lo
ruin o lo deplorable, por supuesto, que degradaría al pecador (que somos todos)
al nivel de los corruptos (que pacta con el mal).
Dentro de este proceso, que es real e histórico, con sujetos concretos con su pasado y escribiendo su futuro, puede darse los casos de las personas emocionalmente desequilibradas, con una religiosidad exaltada, con ansias de poder y control, que buscan compensar vacíos y frustraciones o se puedan considerar iluminados, cuando sufren, por ejemplo, de alucinaciones. No sé cuan posible sea esta realidad en los diversos continentes. Solo sé que es posible. Y los pastores y comunidades tendrán que lidiar con esto. Y siempre podrá existir el riesgo inverso que, por ejemplo, alguien incómodo pueda ser silenciado bajo la acusación de exaltado. Es complejo y real, sin recetas, pero con orientaciones, donde siempre va a ser posible el error pero que concentrar de nuevo todas las corresponsabilidades solo en el ministro puede ser la más grave tentación.
...
Hubo un tiempo, nada lejano, en que se habló de la teología del genitivo.
Quizás se pueda hablar en estos tiempos de la teología del gerundio, como una
acción continua y no concluida. Que rescate el sentido dinámico de la vida
humana, con lo provisional y lo impredecible. Que se sabe en el tiempo, aunque
tenga referencias inmutables. Abierto a lo novedoso, a lo que pueda decirse de
otra manera o expresarse mejor. Una teología que, para prestar el servicio a que
está llamada, valore lo simbólico que es propio de la semiología, tan cercano a
lo litúrgico, sin sacrificar las ansias precisión.
Debemos proseguir por este camino. El mundo en el que vivimos, y que
estamos llamados a amar y servir también en sus contradicciones, exige de la
Iglesia el fortalecimiento de las sinergias en todos los ámbitos de su misión.
Precisamente el camino de la sinodalidad es el camino que Dios espera de la
Iglesia del tercer milenio.[9]
[1] Roma,
18.IX.2021
[2]
Comisión Teológica Internacional, El sensus
fidei en la vida de la Iglesia,
(2014) n. 38
[3] 50
Aniversario del Sínodo de los obispos, 17.X.2015
[4] Comisión
Teológica Internacional, La sinodalidad en la vida y en la misión de la
iglesia, en https://www.vatican.va/roman_curia/congregations/cfaith/cti_documents/rc_cti_20180302_sinodalita_sp.html
[5]
Comisión Teológica Internacional, Sensus fidei, n. 38.
[6] Edmund J. Dubbim, Sensus
Fidelium As A Source For Theology, CTS A Proceedings 43 /1988 p. 112.
[7]
Comisión Teológica Internacional, Sínodo y sinodalidad, n. 64.
[8]
Juan Pablo II también hablaba de los dos pulmones, para referirse a la
interconexión entre las iglesias ortodoxas y las latinas, con espiritualidades
y sensibilidad teológicas distintas pero complementarias.
[9]
Francisco, Discurso del santo padre francisco en conmemoración del 50
aniversario de la institución del sínodo de los obispos, Sábado 17 de octubre
de 2015 https://www.vatican.va/content/francesco/es/speeches/2015/october/documents/papa-francesco_20151017_50-anniversario-sinodo.html
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