Discernimiento y vida teologal en tiempos de turbulencia política

 


         Me queda a quince minutos la parroquia a la que ayudo varias veces a la semana, sobre todo el domingo. Me saca de la rutina de leer e intentar darle forma al segundo capítulo de mi tesis. La caminata me ayuda a reflexionar, mientras me reconcilio con los cambios atmosféricos y la creatividad del cielo caraqueño. Apenas saco tiempo para escribir sobre cualquier cosa distinta. Y debo grabar los audios de mi programa de radio.

         Son tiempos desolados, hay que reconocerlo. Y no considero que la cosa pare aquí. Si bien Venezuela es un caso especial, también se vive zozobra y vértigo en muchas otras partes. Basta mirar a Colombia. Pero la incertidumbre no es solo de izquierdas. Las derechas también son muy suigéneris. Así que hay un reacomodo muy particular.

         No pareciera que la izquierda ha renunciado a su apetencia por el poder. Lo de la justicia social al final puede ser o una coartada o un eslogan publicitario. Porque cualquier proceso de socialismo saca cálculos a mediano y largo plazo, y no principalmente de la invocación cual recetario de Das Kapital. Y al final no me parece que importe el cambio social y su viabilidad, sino la posesión del poder y el cambio de estructuras para mantenerse en él.

         Pero todo lo que no sea este tipo de izquierda, que viene considerado sin justicia ni distinción como de derecha, es también impreciso e inestable. Alguien dijo que el mayor logro de la izquierda fue alcanzar el estado de bienestar europeo ¿y ahora qué? ¿qué reclamar a la derecha de antes, si participó en dicho proceso? Y la economía funciona de manera liberal, en distintos moldes. Algunos más intervencionistas que otros, por supuesto.

         Pero queda la pregunta si, en todo esto, la familia sigue siendo importante. Porque si no, cualquier cosa prácticamente sirve en política y economía. Si la familia ya no sirve, los comportamientos culturales de relaciones entre las personas pueden ser variadísimos. Y, de paso, en su mayoría con obsesión pansexualista. Pues, hoy en día ¿se puede afirmar que una relación de amistad entre dos hombres alcanzaría a ser más importante que de un hombre con cualquier mujer, sin implicaciones sexuales? El autor bíblico así califica la amistad entre David y Jonatán, el hijo del rey Saúl ¿Acaso estarían bajo la lupa de la sospecha?

         No es tanto el problema sobre los derechos de unas minorías que se plantean las relaciones íntimas de forma diversa. Se trata de la normalización y generalización en la sociedad de la posición, con jerga particular e ínfulas de pensamiento, de una forma inestable (“líquida”) y ocasional de consumir placer (sexo), como equivalente al logro de la intimidad. Y esto está ocurriendo cuando la sociedad industrial está entrando en franca retirada, pues el obrero arriesga de ser desplazado por la máquina. El “descarte” de jóvenes y ancianos es terrible. Si no importan para la economía ¿importarán para la política?

         Claro que hay preguntas sin resolver. Como, por ejemplo, cuánto va a afectar al consumo, o sea, a quienes pagan por bienes y servicios ¿O serán los estados los únicos compradores y los distribuirán entre los grupos depauperados al margen de los procesos productivos?

         Los tiempos, estos de tiroteos y matanzas de niños, pero también de guerras con amenazas nucleares, no son buenos. Se impone la resiliencia. Aunque yo prefiero la espiritualidad, que al final también resiste.

         Lo primero que se asoma es que Dios está presente e involucrado en la historia, como quien se opone a todo lo que contraría la vida. O sea, está presente, en medio de la turbulencia… y es el Dios de la vida.

         Pero para que haya espiritualidad, tiene que haber experiencia de Dios. No basta con afirmarlo. Hay que vivenciarlo para luego vivirlo como responsabilidad ética. O sea, sumergirse en la experiencia es la que transforma en sus testigos activos. Postergar el tiempo de la experiencia, como forma de vida con sus prácticas diarias de oración es entregar el campo del encuentro con lo Sagrado a otras religiones (posibilidad menos mala) pero también al esoterismo (maquillado con estética moderna por la Nueva Era). Esto último con dos posibles consecuencias: asumir formas pseudo espirituales de evasión o perderse en los caminos del espíritu, posibilidad planteada también por la espiritualidad de las grandes religiones.

         Dios está presente, pero no es evidente. La solución más fácil es invocarlo como idea e incorporarlo como jerga. Pero, si llegamos hasta aquí, seguimos metidos en un juego de palabras. Tiene que haber, además, una diferencia entre el encuentro con el Dios vivo y los simples procesos neuronales de armonización del sistema nervioso. De lo contrario es solo una forma más de preservar la salud neurológica. Y una receta de las neurociencias. Si calma las ondas del encefalograma, Dios es tan válido como escuchar las olas del mar o el agua rodar por un arroyo, aunque sea un sonido digital.

         Sin embargo, la pregunta por Dios y experienciar su presencia debe ser algo más. Cualquier maestro espiritual lo afirmaría con total convicción. Puede que sea muy saludable para la psiquis, pero ese no es el criterio. Sino los mártires no pasarían el examen médico. Y la experiencia de “noche oscura” de san Juan de la Cruz tampoco pasaría el test.

         Para quien haga experiencia de Dios, en cuanto misterio, este tiempo resulta ideal para “colgarse” de Él. Es decir, para vivir desde una noción de fe como la presenta san Pablo. Creer en el Dios que hace aparecer todo de la nada y resurgir los muertos a la vida, que dice en la carta a los Romanos. De nuevo, no es una cuestión ideológica, pues se podría desembocar en un optimismo ingenuo o “pensamiento positivo”. Sino una fe que asume la cruz en la historia, como un proceso de purificación que intuye la resurrección dentro de la historia y no solo en el más allá. Con lo cual aceptamos que es doloroso. Que afecta a la psiquis. Pero que es redentor y permite acceder a nuevas profundidades. Pero no dolorista ni nihilista.

         Por supuesto que la fe no está divorciada del amor (que se podría llamar “caridad”, si nos referimos a un amor en salida… y diferenciarlo del erótico, no porque no pueda ser amor, sino porque se maneja con una ambigua amplitud). La fe que actúa por la caridad es esencial en tiempos tan tormentosos como los actuales (Ga 5,6). Y la esperanza no puede faltar.

         Todo esto supone y se complementa con el continuo discernimiento de la historia. Si el cristiano está llamado a participar en los procesos de cambio históricos, no puede ser en base a repetir fórmulas de antaño. Es importante discernir, más si se busca participar en todo lo público (o sea, en la política en sentido amplio).

         Y el discernimiento solo puede darse en el diálogo y la confrontación de puntos de vista. Esto es, en clave de comunidad eclesial que camina en sinodalidad. Lo de la confrontación no es nuevo. Hasta los procesos de dirección espiritual en el primer milenio tal cosa ocurría entre los monjes y el abad, así sea con sujeción por el voto de obediencia. Pero, si los procesos son reales y no una forma de sometimiento, se daba una dinámica. Y puedo pensar en una Teresa de Jesús, pero también en un Charles de Foucault, José Gregorio Hernández o Edith Stein. Por cierto, que el camino sinodal no desplaza el acompañamiento o dirección espiritual, sino que le brinda un nuevo contexto.

         En los tiempos de turbulencia política, el discernimiento se da en la vida teologal.

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