Hace 102 años nació Karol Wojtyla, Juan Pablo II
Hoy es el natalicio
de Karol Wojtyla, el conocido y admirado Juan Pablo II. Santo, para más señas.
Como ocurre con todos los santos, la tendencia es a negar la humanidad creyendo
así rendir un tributo a su santidad y cercanía con Dios.
“Conocí” a Juan
Pablo II en persona. Esto quiere decir algo menos pomposo. Todos los
estudiantes del Teresianum, donde estudiaba, fuimos a una misa en la capilla privada
de su apartamento. Corría el año 1989, puede que final del invierno o inicio de
primavera. Como estábamos a unos 15 minutos del Vaticano, creo recordar la
oscura y frígida caminata por una de las rutas por entre alguna Villa romana,
con muros de piedras a ambos lados. Debajo del hábito habría algún suéter
amortiguador de la experiencia. Adivinaría que los guantes no faltarían ni un
gorrito. Pero era algo que hacían todos los estudiantes de teología en Roma, no
solo nosotros.
Desde su elección
busqué seguirle los pasos cuyo rastro siempre fue complicado de seguir. Lo digo
por lo andariego y lo prolífero en sus documentos. Llegó de “un país lejano”,
como dijo desde el balcón a la muchedumbre expectante en la plaza san Pedro. Casi
que como el cumplimiento de “Las sandalias del pescador”, la interesante novela
de Morris West. La cortina de hierro, que dividía a Europa entre del Este y
Occidente, lo hacía ver como surgido de las tinieblas.
Como decía al
principio, la contraparte de las canonizaciones es, si se vulgariza, cuando se
usa para negar la humanidad. Tanto aquella que le imprime nuevos matices como
sus particularidades y limitaciones. Aunque parezca contradictorio, negar la
humanidad de los santos tiene como correlato una negación o visión reducida de
la humanidad de Cristo y la redención. Una encarnación fallida y una
humanización hasta cierto punto o de apariencias es contraria a la fe. Y tiene
consecuencias pneumatológicas, tanto en un Espíritu Santo sin necesidad de la
Encarnación y con un ámbito de acción acorporal y ahistórico.
No me gustaría
extenderme en cuestiones más controversiales, que acompañaron su fecundo
Magisterio y amor hacia la Iglesia y el mundo. Ni sus relaciones con la
teología de la liberación que, si bien fueron muy críticas con algunos teólogos,
la relación con Mons. Romero fue de apoyo. Algunos vieron como polémicos
algunos nombramientos de obispos en América Latina. Y, por supuesto, la
relación con una figura como la del P. Maciel, fundador de los Legionarios de
Cristo, ultraconservador en teología, pero con una vida íntima tan escandalosa
(y criminal). A pesar de que fue condenado a pasar sus últimos días de vida en soledad
y penitencia, no satisface algunas sensibilidades modernas… y con razón.
Otro aspecto
complejo su decisión, puede que muy bien fundada y apoyada en la valoración de
la Cruz como forma de estar en comunión con los dolores de Cristo, de permanecer
en el Pontificado hasta su último aliento. Camino que no ha seguido su amigo el
cardenal Ratzinger, hoy Papa emérito.
Me gusta valorar
su figura, sin negar el resto, en aquel niño nacido a las afueras de Cracovia
hacia 1920. Que tuvo que sobreponerse a la muerte de su madre, cuando tenía
nueve años, y que su padre, militar retirado, crio con ejemplar esmero (podían
jugar futbol en la sala del apartamento -pisito- y, en la noche, si Karol se
despertaba, lo veía orando en su reclinatorio).
Me gusta valorar
su figura de estudiante universitario, camino frustrado por la ocupación nazi.
Su amor por la cultura y el teatro, con el que colaboraba en la clandestinidad
como una forma de resistencia cultural ante la ocupación. Su capacidad
histriónica y de encuentro con las multitudes. Se firme devoción y convicción.
Me llama la atención su estadía en la fábrica, mientras estudia filosofía y
teología de manera clandestina con el apoyo de los demás obreros. O cuando el
arzobispo decide trasladar a los seminaristas clandestinos al palacio arzobispal,
pues puede terminar en un campo de concentración, y así terminar su formación.
Me gusta su ordenación el día de Todos los Santos y la primera misa, en la
conmemoración de Todos los Fieles difuntos, entre las tumbas y patriotas
polacos, en la cripta de la basílica de Wavel, en 1946.
Me gusta el
ímpetu e iniciativas de aquel joven sacerdote, primero cura rural y después de
ciudad, referencia para los jóvenes universitarios. Sus excursiones con ellos y
las conversaciones francas sobre temas tales como el matrimonio, la familia y
la sexualidad. Su preparación a contracorriente, su tesis en Roma sobre san
Juan de la Cruz, santo español que conoció a través de un sastre, Jan
Tyranowski, hoy en día venerable. Como busca impulsar una antropología
cristiana y la lucidez en temas de ética, que, sin obviar a la escolástica, se acerca
al personalismo de Max Scheler y cree un contrapeso a la hegemonía cultural
comunista que el Estado busca implantar.
Me gusta como
obispo que reúsa, con su carisma e inteligencia, a sembrar tensiones y
divisiones con el resto del episcopado, como quería el régimen comunista. Me
gusta como maniobraba y se arriesgaba, ya de obispo y luego de Papa, ante el
totalitarismo del Estado. Como es capaz de apoyar al sindicato disidente
Solidaridad y a Lech Walesa. Como al final se consigue erigir una iglesia en la
ciudad proletaria y revolucionaria de Nova Huta (“Nueva Acería”).
Como durante el
concilio Vaticano II absorbe como esponja lo mejor de la teología. Como propone
e impulsa documentos tales como el decreto referente a la Libertad de
Conciencia, la Dignitatis Humanae. Me llama la atención su Magisterio
sucesivo que, en mi opinión, fue muy lúcido en diversos temas, con una apertura
importante, pero lamentablemente restringido en ciertas áreas.
Su forma frontal,
apoyada en el carisma que hizo concentrar multitudes en la mayoría de sus
viajes, de desnudar el poder de los totalitarismos, si bien optó por un
acercamiento basado en el tacto diplomático cuando pisó Cuba, muy diferente a
su paso por Managua décadas antes.
Me llama la
atención el místico, que pasaba horas de horas en oración. Que escribía sus
homilías en un escritorio en la capilla. Que rezaba con devoción su rosario. Su
amor por María, de quien fue Totus Tuus (Todo tuyo). Que sobrevivió al
atentado en su contra y perdonó a su agresor. El que dormía su siesta con
precisión unos diez minutos todos los días sentado en su butaca. El poeta y
dramaturgo.
Me cueste de
entender el silenciamiento a algunos teólogos o la falta de libertad para el
intercambio académico en teología o, pese a haber rehabilitado a Galileo
Galilei, no haber reformado con transparencia la Congregación encargada de
hacer seguimiento y hasta sancionar a las novedades teológicas, si se
consideraban fuera de la ortodoxia. Como contraparte, hasta el crítico Stephen
Hawking fue miembro de la Pontificia Academia de las Ciencias.
Me gusta el que
ve la Capilla Sixtina y vierte en poesía lo que debe guiar a los Cardenales de
los siguientes cónclaves, que sacude las conciencias. Ese hombre que guardó
hasta el final el estetoscopio su hermano, mayor por catorce años muerto durante
la II Guerra mundial después de haberse contagiado de escarlatina con un paciente,
y, si no me falla la memoria, el reloj de su padre. Momento desgarrador cuando,
regresando de noche a casa, lo halla muerto: “¿Por qué? ¿por qué?”.
En la profundidad
de lo humano se puede vislumbrar el abismo de lo divino. Olvidarnos de lo
humano es reducir la grandeza de la acción divina.
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