Cuaresma en tiempos de crisis

“Cristo Campesino Crucificado”. Jose Ignacio Fletes Cruz. Leon, Nicaragua. 2006. Indigo Arts

 

Estamos a las puertas de la Cuaresma. Nos separan los días de Carnaval. Sin demonizar estas fiestas, pero sin ser ingenuos sobre sus excesos. Los Carnavales tienen origen pagano, rescatado por la Edad Media. Algo así como una despedida solemne a la “carne”, en el sentido carnívoro y no mundano. Una preparación a contravía (sub contrario) a lo que representa el Miércoles de Ceniza.

Ya por aquí puede aparecer una primera sospecha. Quizás no actual, pero sí de antaño. Me refiero a los motivos para celebrar el Miércoles de Ceniza. De la misma manera, queda la pregunta, para los más practicantes, sobre las prácticas penitenciales ¿Cómo conciben el ayuno y la abstinencia? Porque ¿acaso pueda la Cuaresma haber sido “paganizada”? ¿O que haya sucumbido a una monótona cadena de prácticas repetitivas y sin trasfondo?

Algunos datos previos

Lo primero que convendría decir, para el lector menos avezado, es que, con certeza, Cuaresma viene de cuarenta. Lo cual nos coloca ante un número bíblico. Si bien no se sabe dónde y cuándo comenzó según El nuevo Diccionario para la Liturgia, se hizo como preparación para la celebración del Misterio Pascual (la muerte y resurrección del Señor). Este, que está enmarcado en el llamado Triduo Pascual: el tiempo que va del Jueves santo en la tarde hasta el Domingo de Resurrección. El Diccionario considera que la Semana Santa se debió comenzar a celebrar en Jerusalén[1]. Y Roma lo comenzó a repetir, con adaptaciones a su contexto.

Esos cuarenta días anteriores servían, en la Iglesia de los primeros siglos, como “recta final” para los catecúmenos. O sea, los adultos que se preparaban para recibir el bautismo en la Vigilia Pascual (el Sábado santo en la noche).

También era la oportunidad para ir admitiendo a la comunidad a los penitentes. Se trataba de pecadores “públicos”, que integraban el ordo poenitentio, u orden de los penitentes (como si fueran una orden religiosa), que habían sido separados de la comunidad por pecados. Eran tales como renegar la fe (apostasía), cuando eran amenazados por ser martirizados, la idolatría (relacionado con el anterior), el adulterio y el homicidio.

Al final tanto la renovación bautismal como el aspecto penitencial se generalizaron a toda la comunidad. Tanto, que hoy en día las lecturas de los domingos de Cuaresma del ciclo “A” (que corresponden a este año) son de tenor bautismal, y las del “C” de tenor penitencial (el ciclo “B” son cristológicas).

Los cuarenta días asumen como inspiración la estadía de Jesús en oración en el desierto, antes de emprender su misión (Mc. 1,13). Pero también recuerda los cuarenta días del Diluvio universal (Gn. 7,4), los cuarenta años que estuvo Israel en el desierto (Dt. 29,5) y los cuarenta días en que estuvo Moisés en el Sinaí (Ex. 24,18) y Elías en el monte Horeb (1 Re. 19,8). Al final es preparación y purificación que disponen para la acción de Dios.

¿Y las prácticas penitenciales?

Con el tiempo se fue reglamentando las prácticas del ayuno y la abstinencia. Inspirados por el Evangelio, hoy en día se recalca también la oración y la limosna. Que A. Bergamini precede por la escucha de la Palabra de Dios.

No he conseguido ni confirmar ni refutar mi sospecha que dicha regulación obedeció a la influencia monástica en la vida de la Iglesia. Es decir, si bien fueron prácticas presentes incluso en el judaísmo, el estilo propio que podemos ver proviene de la influencia monástica. De una Iglesia perseguida, siguió una Iglesia en paz. Esto pudo hacer decaer el compromiso cristiano. Además de los que se convertían por conveniencia o convencionalismo social. Ante esto reaccionó san Benito.

El futuro padre del monaquismo occidental captó la contradicción y se decidió vivir de anacoreta, como había estado ocurriendo en Egipto, por ejemplo, con san Antonio abad. Partió a Subiaco, solo que, al poco tiempo, otros se instalan a su alrededor, queriendo imitarlo. La Regla de san Benito fue la primera forma de organización de lo que será la vida monástica en Occidente, regulando forma de vida, oración, trabajo y prácticas ascéticas y penitenciales, todo en setenta y ocho capítulos, cada uno de varios párrafos breves. La llamada la Regla de san Agustín, anterior y sin ánimos monacales, son ocho capítulos en cuarenta y nueve párrafos. Aunque toca aspectos como la vida en común, la oración, la obediencia, la castidad, la austeridad…

Durante el primer milenio, la manera de concebir dichas prácticas penitenciales muchas veces se explicó desde una antropología neoplatónica. Se consideraba al ser humano como alma y cuerpo separados y en conflicto. El alma debía doblegar al cuerpo, para que el cuerpo no doblegase al alma. Por supuesto que en los santos la discreción de espíritus hizo que las cosas fueran menos extremistas.

Pero aquellos que permanecían en el mundo (también considerado como pecaminoso por aquella visión), sin entrar en la vida monacal, fueron tenidos como cristianos de tercera categoría. Cuestiones tales como la intimidad conyugal eran valorados en detrimento del compromiso de la fe. Así que es fácil suponer que comenzasen a sentirse en vergonzosa desventaja. Ellos no “dominaban” sus impulsos. En la “pirámide de perfección” los monjes estaban en la cúspide estaban los monjes. Los clérigos, tanto obispos (célibes a la par de los monjes) como sacerdotes estaban de segundo (y ni tanto, pues hasta el concilio de Trento, en el siglo XVI, hubo confusión sobre si había sacerdotes casados o adúlteros, más allá que en occidente, luego del concilio de Elvira, por el siglo IV, se decretase el celibato como obligatorio para todos). Al final estaban los laicos, en su mayoría casados.

Debido a esta situación es que me parece probable que la manera como se normaron las prácticas penitenciales cuaresmales pudiese provenir del monacato. Correspondía al ideal del cristiano que la mayoría, como laicos, no podían alcanzar, pero intentaban imitar.

¿Qué es lo que queda?

Luego de este recorrido, conviene prestar atención a dos situaciones, propias a quienes asisten a las celebraciones litúrgicas: los que asumen, por poner el caso, la imposición de la ceniza como algo que tiene poder en sí mismo (como mágico) y quienes, con más formación, están ganados a cumplir dichas prácticas a rajatabla, sin mirar para los lados, equiparando su cumplimiento con la fidelidad a Dios. La cuestión con los primeros es que corren el riesgo de convertirse en los segundos. Por lo que hay que hacer distinciones y aclaraciones (esprit d’ finesse, diría Pascal) para reubicar, corregir y reorientar.

El ayuno y la abstinencia en sí mismos no son cristianos. Son comunes a cantidad de tradiciones religiosas. Inclusive lo pueden ser a los estoicos de antes y los de ahora. Recuerdo haber visto un programa de BBVA, Aprendamos juntos, en que era entrevistado el Massimo Pigliucci, doctor en biología especializado en evolucionismo y en filosofía. Él propone una filosofía de vida, con prácticas de ese tipo, aunque al final sea materialista y no crea en Dios. Inclusive tiene jornadas parecidas a las de nuestros retiros espirituales. 

Así que el ayuno y la abstinencia, a los que se debe añadir la oración y la limosna, habría que proporcionarles el debido fundamento, si se les quiere considerar cristianas. Es lo que hace Jesús en el Sermón de la Montaña. Contrasta la práctica de los fariseos, indicando inclusive sus fallas de raíz, y propone de manera diferenciada cómo actuar en cristiano.

Así la limosna, dice que no sepa tu mano izquierda lo que hace tu derecha. Al final el Padre lo recompensará (Mt. 6,3). La oración no consiste en repetir muchas veces, como hacen los paganos, creyendo que así los dioses les harán caso, sino orar desde la confianza (Mt. 6,7). Tampoco como los fariseos, exhibiéndose en las sinagogas, porque el Padre ve en lo secreto (Mt. 6,5-6). Si se ayuna, hay que evitar verse demacrado, para llamar la atención, admiración o la pena. Perfúmate, dije Jesús, para que no se den cuenta, que tu Padre, que ve en lo secreto, te recompensará (Mt. 6,18) (tres veces Jesús recuerda que el Padre ve en lo secreto, y recompensará).

Cuaresma, tiempo de conversión.

Conviene considerar que la Cuaresma es una oportunidad para la conversión al Dios de Jesús: el Dios que revela Jesús (el Padre). Por si la expresión resulta confusa, no se niega la divinidad de Jesús (el Dios que es Jesús), sino que se destaca la referencialidad al Padre, que estuvo presente en las palabras y acciones de Jesús. Y diferenciarlo de otros dioses o falsas imágenes que nos hacemos con nuestra imaginación. El Dios de Jesús es el Padre compasivo y misericordioso, pendiente de los últimos y los que sufren, dispuesto siempre a perdonar pero sin sacrificar la justicia. Es un Dios que no se le puede recluir en un templo. Por más que su Hijo esté vivo y presente en el sagrario, su presencia y exigencia no está al alcance de cualquier forma de orar ni se deja sobornar por el incienso.

Este punto de partida es fundamental. Pues la diferencia no es entre quienes creen en Dios y los que niegan su existencia. La diferencia está entre quienes anuncian al Dios de Jesús, tal como aparece en los evangelios, y quienes exigen el reconocimiento a otros dioses. Inclusive si se pone un barniz de cristianismo. Dentro de la misma Iglesia, si falta la referencia al Evangelio, podemos terminar hablando de muchos “jesuses”, hasta incompatibles entre sí. La pregunta de fondo es si quiero defender al ídolo fabricado por mi imaginación o busco al Dios verdadero. El fabricado por mi imaginación puede estar amasado por intereses egoístas y convenientes o por culpas no expiadas que deforman la imagen de Dios.

Si el tiempo de Cuaresma es tiempo de conversión, es para convertirse a Jesús. Si es tiempo penitencial, con expresiones como la oración, el ayuno y la limosna, es para convertirnos al Señor. Al final, por importantes que parezcan las prácticas cuaresmales, lo que es definitivo es el Espíritu que nos santifica.

¿Quedan tareas por hacer?

            Por supuesto. Cuaresma es tiempo de conversión y solidaridad. La oración, el ayuno y la penitencia y la limosna, para ser cristianas y llevarnos a Cristo, deben estar transidas de conversión y solidaridad.

            Esto es importante en el aquí y ahora de la vida de la Iglesia como Pueblo de Dios que camina peregrina en Venezuela. Ubicarse es esencial. La oración es a contrapelo, pues pareciera que todo lo tenemos en contra. El ayuno en sentido lato está demás, pues lo que hay es un hambre atroz. La limosna es casi que compartir lo que no hay, como si la pobreza se pudiera compartir. Se impone la creatividad, pero también el discernimiento. Como se preguntaría el profeta: ¿cuál es el ayuno agradable a Dios?

¿Acaso es éste el ayuno que yo quiero el día en que se humilla el hombre? ¿Había que doblegar como junco la cabeza, en sayal y ceniza estarse echado? ¿A eso llamáis ayuno y día grato a Yahveh? ¿No será más bien este otro el ayuno que yo quiero: desatar los lazos de maldad, deshacer las coyundas del yugo, dar la libertad a los quebrantados, y arrancar todo yugo? ¿No será partir al hambriento tu pan, y a los pobres sin hogar recibir en casa? ¿Que cuando veas a un desnudo le cubras, y de tu semejante no te apartes? Entonces brotará tu luz como la aurora, y tu herida se curará rápidamente. Te precederá tu justicia, la gloria de Yahveh te seguirá. (Is. 58.5-8)

            Dentro de lo posible y dentro de la pobreza, tender la mano y ser compasivo ya es una forma de ayuno y de limosna. Reconstruir el tejido social desgarrado. Reconciliarse diferenciando el perdón de la justicia, puesto que hay hechos que exigen la justicia (y el cumplimiento de formas de resarcir el mal cometido) para que pueda ser real el perdón. Es una tarea urgente.

            Como es una tarea urgente, desde la oración y el ayuno, resistirse al demonio del desaliento, del pensar “las cosas son así y no cambiarán”. La resiliencia, es decir, la capacidad de mantenerse a pesar de las adversidades es también una tarea espiritual que requiere mortificar (dar muerte) al desaliento.

            De ahí que esta Cuaresma también debe estar movida por la esperanza pascual. En medio de tanta maldad y oscuridad, la fe grita “ahí está Dios”. Los más incautos lo buscan en signos esplendorosos. Espera que se abran los cielos y descienda. No ven esa figura grisácea oculta entre las sombras del Crucificado. En su derrota, el mal es derrotado. Porque no pudieron acallar al Amor. El cielo se abre, porque en la tierra el Resucitado da la gracia de transformar todo con su amor, de transformar todo con el amor que no se resigna de sus seguidores.



[1] A. Bergamini, "La Cuaresma", en Sartori (ed), Nuevo diccionario de Liturgia, 499.


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