El uso poco ortodoxo de la Ortodoxia
El lunes 24 de marzo de 1980 era asesinado Mons. Óscar
Arnulfo Romero, arzobispo de San Salvador. Al día siguiente era la solemnidad
de la Anunciación o la Encarnación del Señor. Los disparos del sicario buscaban
dar fin a una etapa muy conflictiva en la historia de este pueblo. Lo que
desató su muerte fue la renuncia a un camino para superar la injusticia
estructural y abrió el de la subversión armada. Lo que siguió, por números,
habría que catalogarlo de guerra civil. Recuerdo haber leído que las fuerzas
armadas tenían unos 40 mil funcionarios, mientras la guerrilla contaba con 60
mil hombres. Este desequilibrio era compensado por el apoyo logístico
norteamericano al ejército salvadoreño. La masacre de los jesuitas en la
Universidad de Centroamérica del 16 de noviembre de 1989, entre quienes estaba
Ignacio Ellacuría, antecedió los diálogos que desembocaron en el Acuerdo de Paz
de Chapultepec, del 16 de enero de 1992.
Sin embargo, lo que resulta curioso no es tanto el dramático
conflicto, una vez estallada la guerra. Tampoco, por repulsivo que sea, la
acción del Estado en contra de campesinos y de sacerdotes y catequistas, con
pretexto de neutralizar la insurgencia comunista. Lo que llama la atención con
más fuerza aun fue la posición de prelados de la Iglesia en contra de Mons.
Romero, pese a lo que estaba pasando. De forma pública y notoria, tanto el
nuncio y su secretario como obispos de otras diócesis no solo marcaron
distancia, sino que se opusieron. Y esto en paralelo, pues monseñor recibió
apoyo externo e, inclusive, pese a lo delicado de todo, del papa Pablo VI y de
Juan Pablo II. Porque los papas terminan dependiendo de los informes que
reciban por diversos canales, en especial las nunciaturas.
Este contexto permite entender unas reflexiones bastante
audaces de Ignacio Ellacuría. Este sacerdote jesuita, filósofo y teólogo, que
fue varias veces rector de la universidad, tiene un escrito en el que señala y
alerta sobre la factibilidad de usar la ortodoxia (es decir, enunciados de la
fe perfectamente apegados a la Revelación, la Tradición y la enseñanza del Papa
y los obispos) para justificar prácticas de la Iglesia (praxis de la Iglesia en
regiones determinadas) que favorecen la conservación de estructuras sociales
injustas, que benefician solo a algunos (ligados al poder político o económico),
en contra de las mayorías (el pueblo). Al final lo que el jesuita advertía era
sobre la posibilidad de transformar la ortodoxia en formas de justificación
ideológica del orden social, sin importar ni la justicia ni el bien común.
Ante el silencio del gobierno salvadoreño para esclarecer el
asesinato del padre Rutilio Grande y compañeros, monseñor decide la celebración
de una misa única el 20 de marzo de 1977. Considero que era un signo de
comunión de la Iglesia local con su pastor ante el silencio del gobierno. Días
antes quiso comunicarlo a la nunciatura, por tacto eclesial. El secretario del
Nuncio, pues este no estaba, con fina diplomacia elogió las intenciones del
obispo pero, subrayó, por encima de todo debía cumplirse con algo que superior
a la situación: el Código de Derecho Canónico (las leyes de la Iglesia). Su
razonamiento es que no podía impedirse a la gente de asistir a la misa, cuando
estaban obligados a hacer bajo pena de pecado. Con serena entereza Mons. Romero
se despidió y salió de la Nunciatura, mientras el teólogo Jon Sobrino apenas
podía contener su indignación (descomposición anímica poco común en Jon). “Es
que no entienden”, fue la respuesta que le dio monseñor.
Por supuesto que esto no es la primera vez. Solo que parece
mucho más evidente y escandaloso. Por necesidad o conveniencia, lo religioso
quiso aprovecharlo el emperador Constantino, el primero en decretar la paz a
los cristianos y luego hacer del cristianismo la religión del Estado. En la
edad Media es más complicado de separar, pues, en principio, las sociedades
querían regirse por parámetros religiosos. Igual los reyes quisieron conservar
el poder de intervenir en el nombramiento de los obispos, lo que hizo que, para
contrarrestar, en occidente (Europa) se reforzara el poder central del Papa
(que busca corregir el actual camino sinodal).
Entre evangelización y control social transcurrió la
conquista y colonización de América. Si, por un lado, algunos buscaban hacer de
la religión el mortero que fijara el sistema de “castas” y dominio de la
pirámide social, hubo otros que cuestionaron formas de relaciones contrarias a
la Fe. Por ejemplo, la predicación de adviento de Fr. Montesinos, en La
Española, o la defensa de los indígenas del padre Vitoria, en España, y Fr.
Bartolomé de las Casas, en ambos mundos. En más de una oportunidad los reinos o
estados buscaron hacer una iglesia nacionalista, que respondiera a sus propios
intereses. Estuvo el intento de una iglesia galicana, separada de Roma, en
Francia y en Brasil, por señalar dos países, como la Iglesia oficial en China,
sumisa al Partido comunista.
Pero además de estos ejemplos groseros y evidentes puede
haber prácticas mimetizadas. Por ejemplo, una Iglesia particular pudiese
centrar todo su esfuerzo en difundir la Adoración al Santísimo Sacramento del
altar, y omitir las contradicciones morales con las que pueden actuar los
cristianos a nivel social. Se puede afirmar que Jesús se encuentra en Cuerpo y
Alma, Humanidad y Divinidad en el Santísimo Sacramento, y dejar a un lado su
presencia en el Cuerpo de la Iglesia (por ejemplo, la comunión con el Papa en
el proceso sinodal que se está viviendo) y su presencia sufriente entre las
víctimas y los más necesitados. La iglesia local pudiese presentarse como
buscando la gloria de Dios de manera intimista y descuidar una predicación que
pudiese traer como consecuencias, por decir, una menor recaudación para el
Seminario o ciertas obras. O cuando los exámenes de conciencia escudriñan el
campo de lo privado y, sin embargo, deja colar la responsabilidad social.
Esta advertencia puede entenderse mejor, quizás, si se
recuerdan las palabras de Benedicto que ha repetido el papa Francisco: la
Iglesia no anuncia una doctrina sino una persona. El encuentro con esa persona,
Jesús de Nazaret, es lo que transforma. Ello implica discernir su presencia y voluntad
y estar dispuestos a seguirlo.
Bien se puede acotar que esa situación no parece ser la de
la Iglesia venezolana en la actualidad. Al menos en términos generales. Pero la
reflexión de Ellacuría y las tensiones entre Mons. Romero y el Nuncio y la conferencia
episcopal salvadoreña de entonces, permite intentar estar advertido ante esta
sutil tentación: organizar la ortodoxia para mantener órdenes sociales
cuestionables, en vez de hacerlo para buscar dar gloria a Dios y que este mundo
se parezca un poco más al querido por Él. Lo que llamamos su Reino.
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