Semana Santa: entre la indiferencia y el ritualismo

 

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Mientras que años atrás las ciudades se vaciaban y las playas se abarrotaban, la asistencia a los templos resultaba abrumadora. Si, por un lado, los temporadistas recibían las más considerables críticas por parte de los devotos, queda la pregunta si esa era la única amenaza para la Semana mayor.

Las creencias rurales de antaño aseguraban que, si alguien se bañaba un Viernes santo, se convertiría en pescado. Hacer trabajos con martillo era estar crucificando al Señor. Sin embargo, en la medida en que las hojas de los calendarios eran arrancadas, las trasgresiones fueron desmontando los mitos. Si habían servido para proteger las prácticas religiosas, tales prácticas ya estaban desprotegidas.

En un mundo (occidental) menos cristiano, con cantidad de objeciones a lo tradicional y marcado por otras búsquedas, las espiritualidades no cristianas fueron ganando cancha. Propuestas de New Age y consumo desenfrenado de sensaciones y emociones de fueron sustitutivos adulterados. En un mundo que renuncia a la verdad, la reducción de la experiencia de fe al simple ritualismo se produce como en un plano inclinado.

Otra faceta es el intimismo. Tanto en su versión tradicional como desviación cristiana como en la legitimación de cualquier cosa. Si te hace feliz, hazlo, sin preguntas ligadas a la bondad y a la legitimidad moral.

Asentado como en cuadros folklóricos y costumbristas, lo ritualista tiene su versión en las entradas de los templos. En Semana Santa se instalan puestos de yerbateros, proveedores de esfinges de próceres y personales míticos, variedad de inciensos y pócimas. Mientras que la contrapartida recorre sistemáticamente las naves de las iglesias, se detienen santo por santo, repitiendo, musitan de manera mecánica fórmulas prodigiosas, con capacidades para resolver parte de esta vida y de otras sucesivas, si la reencarnación existiera ¿Qué diferencia hay entre lo primero, asentado a la entrada, y el segundo, estampita en mano? ¿Solo que uno está permitido y el otro no? ¿No se corre el riesgo de dar la impresión de que la autoridad religiosa tiene un poder autorreferencial a lo que quiera imponerle a los demás? ¿no pudiera reforzar la equivocación de considerar que la esencia de lo litúrgico se encuentra en la observancia asfixiante, meticulosa, neurótica y supersticiosa de lo ritual? ¿Acaso no podría parecer que se afirmase que el automatismo escrupuloso tiene una eficacia mágica en si mismo y no tanto sacramental y, por lo tanto, referido a Jesús? ¿No podría desplazar la eficacia sacramental (el ex opere operato) a una especie de “fuerza” inyectada por la mente creyente sobre cualquier cosa que a una persona se le pudiera ocurrir?

Se debe retomar que lo litúrgico es profundamente simbólico, por lo tanto no hace referencia a sí mismo. Además, que lo simbólico está inserto en la trama de los ritos, como las palabras lo están en las oraciones. Pero habría que considerar que lo simbólico corresponde a la necesidad de comunicación que tiene el ser humano en relación con lo arcano. Que puede ser no solo lo religioso, sino el asombro ante la vida, el amor, la fecundidad, el dolor, la alegría, el abismo de la muerte y de la injusticia…

Lo que la psicología profunda plantea, como forma de comunicar lo inefable, consigue correspondencia en la antropología. Los mitos pueden reflejar el estadio religioso de una sociedad, más si esta es de la antigüedad. Pero también reflejan la trama humana Freud y Jung terminan demostrando que esa dimensión sigue presente en el subconsciente de las personas contemporáneas. Basta recordar al rey Edipo y la forma como retrata, según Freud, una etapa de la relación entre la madre y el niño varón. Parte de la huida contemporánea del racionalismo se ha hecho, con muy poca reflexión, corriendo hacia el terreno de lo simbólico, pero sin lucidez expresiva y, por lo tanto, con ambigüedad.

Lo simbólico está presente en el arte, la poesía, el cine, la literatura, la música. En ocasiones el ser humano contemporáneo identifica en lo simbólico lo que quiere decir, lo que está embojotado de emociones. Lo simbólico se transforma en la manera de decir aquello que está quemando por dentro.

Dentro del mismo discurso teológico los símbolos tienen cabida. En ocasiones pueden expresar unidad de fondo entre imágenes opuestas, tal como se da en la mística. Está la “soledad sonora” de san Juan de la Cruz o el “relámpago tenebroso” del seudo Dionisio. Santa Teresa se le ocurre abismarse con “el beso de sus labios” del Cantar de los Cantares, para considerar la experiencia transformadora del encuentro con el Señor. O la “llaga regalada, que tiernamente hieres” de la Llama de san Juan de la Cruz.

Retrayéndonos al primer siglo, sin contar con muchas fuentes pero con suficientes conjeturas, la liturgia cristiana se fue desarrollando a la sombra de la liturgia judía de la sinagoga. La estructura centrada en la lectura de la Escritura se había generado durante el exilio de Babilonia, a falta de poder ofrecer los sacrificios en el Templo de Jerusalén, inexistente luego de su destrucción. Y desde entonces ha perdurado, aún en paralelo con el Templo en tiempos de Jesús.

Sacramentos como el Bautismo y la Eucaristía tienen unos núcleos “rudos” que se remontan a Jesús y los primeros años de la Iglesia. En la Última Cena tenemos las palabras de la institución sobre el pan y el vino. Luego la escolástica se analizará lo que ocurre en los sacramentos, como en la Eucaristía, partiendo de categorías metafísicas. Y esa forma de proceder se aplicará incluso al Bautismo como al resto de los sacramentos, estos últimos con alusiones presentes, pero menos explícitas, en la Escritura.

La genialidad de los padres de la Iglesia, como los Capadocios, fue la de revestir la estructura celebrativa heredada del judaísmo y sobreviviente durante el Imperio Romano. Es el caso de la trama celebrativa de la celebración de la Eucaristía. La riqueza simbólica que la acompaña sirve para expresar su contenido teológico, o para introducir a la comunidad en la celebración de los misterios cristianos. Hubo elementos extraños que se colaron más adelante, una vez que el cristianismo se hace la religión oficial del Imperio. Las vestiduras sacerdotales es un caso, que están tan naturalizadas que nadie supondría que tienen que ver con los sacerdotes paganos del Imperio. Nada de esto es esencial a los sacramentos, pero forman parte del lenguaje común tanto para la Iglesia occidental como para la oriental.

La estructura simbólica en que se mueve la celebración tiene referencia, tanto en símbolos como en gestos y palabras, a la Escritura. Quien tenga una cultura bíblica suficiente puede reconocer fragmentos del Evangelio (“Señor, no soy digno de que entres en mi casa…” de Mt 8,8), de Isaías (“Santo, Santo, Santo” en Is 6,3) y sucesivamente. El uso del vino, del pan, del agua, la luz, el fuego son experiencias sensoriales de lo contenido en la Palabra de Dios y acontecido en la Historia de la Salvación. Lo cual no niega, sino que complementa el sentido vivencial de los símbolos, como expresión, por ejemplo, del amor nupcial entre un hombre y una mujer, el asombro ante un nuevo nacimiento, la dignidad mancillada del trabajo humano, las penas, las alegrías, los dolores…

De forma muy curiosa el filósofo coreano Byung-Chul Han, radicado en Alemania, reivindica el sentido de lo simbólico como estructurador de la comunidad y que dota del sentido de pertenencia. No solo lo simbólico y ritual va a contrapelo de por donde va drenando el devenir humano, sino que hace de antídoto contra la soledad, que hunde y coloca en situación de indefensión a la condición humana.

De tal manera que la trama de lo simbólico y lo ritual (que realizan los individuos concretos en comunidad -los sacerdotes-, pero que no está a merced de sus ocurrencias), tiene como correspondencia la presencia y acción misteriosa de Dios en la asamblea cristiana. Cuestión que lleva a recordar que nos referimos a la presencia de Jesús, a través del cual Dios Padre se hace presente y se nos dona el Espíritu Santo, principio de toda gracia, inclusive las sanadoras y restauradoras.

Si se entiende lo ritual y simbólico en referencia con el misterio de Cristo, que es el Sacramento de Salvación, todo va adquiriendo trabazón. El criterio para asumir unos símbolos y rituales no son por una concesión legal, sino por su relación con el Dios revelado y su plan de salvación. Lo que obliga a entender lo simbólico como un sistema abierto, porque, excepto que se contradiga, debe incorporar, aunque sea de forma implícita pero no tácita, “los gozos y las alegrías, las tristezas y las angustias” (GS 1), que incluye toda la dinámica social con sus conflictos.

El lenguaje de la gente más sencilla es simbólico. Por lo que, si se respeta los códigos de comunicación, la evangelización puede fluir maravillosamente. No funciona si se renuncia a este y a lo experiencial para pretender una intervención solo doctrinal, por muy aséptica que quieran ser en las intenciones. La Semana Santa, además de ser una oportunidad única por la carga de símbolos y ritos que están presentes, es una ocasión clave para mostrar y experienciar el núcleo de la fe: Jesús muerto y resucitado, esperanza para los que crean en él.

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