El Resucitado es el Crucificado

 


Tan fatal es separar la Crucifixión de la Resurrección, como la Resurrección de la Crucifixión. Si la primera tendencia era propia de los años anteriores al concilio Vaticano II, en el mundo católico, la segunda quiso imponerse luego del concilio como una recuperación de la olvidada resurrección.

Ello conllevó a un nuevo clima espiritual, muy crítico de lo anterior que, como contraparte, queriendo subrayar la alegría pascual, se olvidaba del misterio de la Cruz. Resulta curioso que, habiendo abierto las ventanas de la Iglesia al mundo, el postconcilio percibiera “las alegrías y esperanzas”, más no “las tristezas y las angustias”, frase con la que comienza la Constitución Pastoral de la Iglesia sobre el mundo actual, la Gaudium et spes.

Todas las prácticas de mortificación y abnegación se pusieron en “pause”, como cuestiones desfasadas y anacrónicas, propias de otros tiempos abanderados por el dolorismo y la desconfianza en la naturaleza humana. Es cierto que hubo exageraciones y la visión dualista y antagónica entre cuerpo y alma (la categoría “carne” pudiese representar, en la tradición espiritual, como la tendencia pecaminosa que hay en la totalidad del ser humano y no la simpleza de considerar el término equivalente a la biología humana, el “cuerpo”). Pero de ahí a la ingenuidad de actuar como si fuésemos “cuerpos resucitados” o ángeles, como advertía santa Teresa para hablar de la oración, hay un trecho. Se debe evitar contraposiciones impropias de la Revelación, pues de esto a totalidades transformadas por la resurrección, hay mucho trecho.

Me surge la pregunta sobre cuánto pudo esta concepción, que de manera fácil permite caer en laxismos, haber facilitado todos los episodios de abusos de menores por parte del clero. Benedicto XVI identifica el momento con la revolución sexual y las manifestaciones contraculturales iniciados con el Mayo francés de 1968. No lo explica como esperaría, por lo que mi suposición sería considerar, más que un problema de mortificación (que mal llevada pudiera llevar a mecanismos inconscientes de represión de deseos, que luego se desborden), que para el Papa el problema radicaría en un vacío para afrontar tendencias de ese tipo (antes que actos consumados) en diálogo espiritual y realista con confesores y directores espirituales en los seminarios. O en orientaciones permisivas de parte de estos.

En esto yo partiría de una premisa no probada, por lo tanto, que debería formularse como hipótesis de trabajo, si por alguna razón la falta de eficaces filtros en la selección vocacional, con la ausencia o carencia de intervención profesional psicológica, pudo permitir el ingreso de personas con tendencias a patologías psicológicas. Francisco, con tino, pone los acentos en la patología del clericalismo que, por supuesto, implica el abuso de poder y la impunidad para los clérigos. Dicha patología alude a distorsiones psicopáticas del poder, que recordaría a Adler, pero también con distorsiones en la eclesialidad y comunión, con el alejamiento de la fraternidad y del ministerio como servicio.

Regresando a la relación olvidada entre crucifixión y resurrección, con sano realismo, en América Latina se camina a contracorriente. De hecho, en Medellín (1968) resuena con nitidez “las tristezas y las angustias de los hombres de nuestro tiempo, sobre todo de los pobres y de cuantos sufren” (GS 1). Ello conduce a considerar dimensiones sociales y estructurales del pecado que, si se mal entiende, diluiría la importancia de la conversión personal. Un enfoque marxista más que sociológico hizo que existiera el riesgo de considerar que el cambio personal se daría si había antes un cambio social. Como si el ser humano fuese el producto final de las estructuras sociales. Lo adverso, que bien pensado se pudo asumir como el encuentro con el “antirreino” (Jon Sobrino), pudo mal amalgamarse con una “mística” de la revolución. En tal caso pareciera fácil plantear las exigencias de la cruz ligadas a la lucha social, restando importancia otras dimensiones de la persona.

Ante la consideración del dilema o Crucificado o Resucitado, o de las reducciones asolo lo social del Crucificado, habría que conservar el testimonio reflejado en el Nuevo Testamento cuando anuncia que el Crucificado ha resucitado. Dos aspectos inseparables del Misterio Pascual donde, por una parte, se plantea la identidad (el Crucificado es el Resucitado y viceversa), como la distinción de ambas que se iluminan mutuamente: la Resurrección ilumina la Cruz, y la Cruz aclara la Resurrección.

La experiencia del Resucitado se da en medio de las cruces de la historia y el riesgo de ambigüedad humana. Para considerarlo en otros términos, no solo en ocasiones espero ser redimido como víctima, sino que existe la posibilidad de tener que ser redimido como victimario. Al final tanto redención como reconciliación exigen la justicia, pues sino se caricaturiza la experiencia espiritual y se reduce el drama de la cruz a una puesta en escena patética (en el sentido teatral).

Vivir como resucitados (Ellacuría) implica asumir la cruz con actitud de resurrección. Cruz que no son los achaques que cualquiera puede padecer, sino el precio de rechazo y oposición que conlleva la fidelidad al Evangelio. Tiene que ver con la apuesta por estar con los más pobres y los que sufren Con aquellos que son víctimas de violaciones a sus derechos humanos. Considerar que la resurrección es real no solo en la vida eterna, sino como adelanto temporal en condiciones de vida digna para los seres humanos y los seguidores de Jesús. Sin negar la dimensión mística, presente, por ejemplo, en la vida del cardenal vietnamita François Xavier Van Thuân.

Cuenta el Cardenal en sus memorias como, durante esos 13 años aprisionado en su país, soportando sufrimientos y torturas, en un ambiente infrahumano y donde los prisioneros maldecían los cielos, hubo una paz que lo acompañó siempre. Es el misterio de la Resurrección.

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