Impresiones sobre el Sínodo alemán

 


 

Es complejo aproximarse a un evento que se desarrolla a tal distancia y en un contexto tan diferente que impide un sano uso de la imaginación. Más cuando se desarrolla en una lengua como la alemana que, si bien pudiera estudiarse, se haría por preocupaciones vernáculas a América Latina, no tanto por seguir la pista a las disquisiciones germanas.

Víctimas

Así que la primera intuición es la importancia de la categoría víctima en el desarrollo del Sínodo. No solo en la temática y de forma trasversal, sino porque parte cronológicamente de la revisión de la Iglesia alemana en relación con las víctimas de pederastia. Cuestión que se amplía al trato hacia las minorías sexuales y a la mujer, por ejemplo. Por supuesto que Alemania es una sociedad muy sensible a todos estos aspectos, ganada a respetar la dignidad de las personas y en la progresividad de los derechos humanos, contrastando así la etapa infame de la II Guerra mundial.

Esta especie de premisa se mantiene a todo lo considerable como “derecho humano”, no solo los “clásicos” (los mencionados en la Declaración Universal), lo cual plantea problemas colaterales hasta ahora ignorados. Por ejemplo, y para no referirnos a asuntos internos de la Iglesia y la doctrina, qué tipo de relación debería darse entre mujeres y mujeres trans, que son varones en su estructura anatómica y celular, aunque hayan pasado por “reasignación de sexo”, que es como se conoce la intervención quirúrgica. Más allá de su identidad (que es identidad psicológica) ¿cómo afecta las reivindicaciones de la mujer si pueden ser absorbidas por las mujeres trans? ¿cuál debe ser el comportamiento a nivel de deporte, cuando la anatomía y estructura muscular de las mujeres trans es masculina?

Siguiendo con nuestras reflexiones, pareciera que la importancia de las víctimas, van en la línea de trabajos como los de Moltmann (El Dios Crucificado) y de Metz (Memoria passionis). En ellos hay una inclusión de las víctimas que implica la incorporación tanto su perspectiva como la ampliación de la Cruz, del patíbulo del Inocente por antonomasia. A ambos autotes me he podido acercar indagando la importancia de las víctimas en América Latina. En especial a través de las reflexiones de Jon Sobrino. Así que, en principio, resulta legítimo ese acercamiento. Pero ¿cuáles pudieran ser las falencias?


Primera falla: ¿la víctima como criterio de canonicidad?

Siempre a nivel de sospecha, creo que el primer problema surge al usar la categoría víctimas como criterio de “canonicidad” y no hermenéutico. “Canon” significa medida o regla. La hermenéutica se refiere a la interpretación que parte del horizonte cultural propio de nuestro tiempo. Ante ellas, como “canon”, se ventila la veracidad y ortodoxia de cualquier postulado, por lo que habría que limpiar las doctrinas y el lastre de las prácticas seculares de antaño. Esto se haría de forma franca y pisando duro.

Si bien es cierto que el Crucificado es la Víctima que se asocia a todas las víctimas, y que todas las víctimas están asociadas a la cruz y tienen, por decirlo así, algo del Crucificado, los crucificados no son el Crucificado. Esta es la falla. Explico una obviedad: el Crucificado da sentido, aunque no sea explícito y evidente sino desde su misterio, a las cruces de las demás víctimas. Al igual que, en la atención pastoral a las víctimas, nos encontramos con el Crucificado con realidad histórica y no simbólica. Pero quien tiene la potestad de hacer rebosar de sentido las cruces históricas y los “pueblos crucificados” (expresión de Ellacuría) es el Crucificado.

En el supuesto caso que el resto de las cruces pudieran tener sentido en sí mismas, de manera pletórica, el Crucificado no sería relevante y sería un sobreañadido que aportaría redundancia, en el mejor de los casos. O si el Crucificado fuera una víctima más, encerrada en su singularidad. Pero no es así. La regula (regla o norma) está en el Crucificado, que tiene una historia con predicación, praxis y pasión por la que deciden matarlo y no solo una agonía final. Él es quien rompe la barrera de la muerte no solo para acceder de esta vida a la vida eterna, sino para que destellos de vida eterna aparezcan ya en esta vida. Siempre se trata de algún tipo de “adelanto” de la eternidad. Lo que implica que la esperanza no es exclusivamente ultraterrena. Y, por lo tanto, de justicia terrena, aunque precaria en muchos aspectos.

Si el “canon” es el Crucificado Exaltado, las referencias están en su historia transmitida por los Evangelios y la vivencia y enseñanza (tradición) de los cristianos, como Iglesia (que supone la comunión entre todos y el servicio del ministerio ordenado a la comunión), que deben recoger a las víctimas de la historia. Las víctimas sacuden la realidad y el realismo del Crucificado y obligan a tomar posición aterrizada ante ellos y desde la fe. Lo cual no implica claudicar ante el sufrimiento y la responsabilidad.


Segunda falla: el misterio del mal

Un segundo aspecto, además de la equivocación anterior que llamo como errada “canonicidad”, es la suposición que se puede hacer luz en el misterio del mal hasta conseguir hacer que desaparezca. Como si, a través de la aplicación de la realidad de las víctimas como canon de doctrina y práctica, se pudiera extinguir el mal. Una suposición que recuerda, por ejemplo, a la simpleza de Marx, que la reivindicación del proletariado significaría la superación de todos los males. O de Freud, que proponía una superación de la represión de la conciencia sobre el principio de placer (Eros) como superación humana.

El mysterium iniquitatis será siempre un misterio. Tanto en el aspecto más perverso de inversión angelical (lo demoníaco) como en las manifestaciones más monstruosas de lo que puede llegar a ser el ser humano (antropológicas). No es que se renuncie a comprender todo lo que se pueda comprender y a corregir todo lo corregible. Es que siempre va a haber un fondo terrorífico donde lo humano no es sinónimo de humanismo sino síntesis repulsiva de todo lo aborrecible. Tal advertencia, que no anula la respuesta humana ante el mal que debe frenarse, debe ayudar a desembarazarse de ingenuidades encubridoras. “El demonio, como león rugiente, va buscando a quien devorar” ( 1 Pe 5,8). Expresión de amplia comprensión, pues el ser humano es capaz de comportarse de forma siniestra.


Tercera falla: el misterio de la cruz

Un tercer aspecto, relacionado con el anterior, es el mysterium crucis o misterio de la cruz. La tentación de Occidente y la teología occidental ha sido explicar con demasía hasta someter a formas racionales el escándalo de la cruz. Lo cual ha sido aparatoso. Por ejemplo, plantear con toda naturalidad que Jesús debía morir en la cruz para satisfacer la justicia divina. Esta deformación de san Anselmo ha estado presente en la predicación multisecular. Y pocos predicadores han mostrado intriga de cómo esta concepción de Dios podía ser compatible con el Padre que Jesús muestra en los Evangelios.

La cruz siempre será escandalosa, como siempre será revelatoria. Sin negar el camino tanto de la razón como de la praxis de la fe, llega un punto donde es imposible avanzar con razonamientos o responder con acciones. No es una renuncia anticipada, sino experiencia de la propia impotencia. Del no tener qué añadir o no saber cómo añadirlo. No por agotamiento, sino por abundancia, por lo que, diciendo lo mismo, dice más de lo que expresan las palabras. Ante esta cruz se puede huir. O renunciar negándolo. Pero la única actitud válida es la de quedarse ante la Cruz y el Crucificado (como ante las cruces de la historia), con el coraje que da la conciencia de la propia impotencia. Pero estando allí, como denuncia y sin claudicación.

La cruz no es la respuesta final. Es el preludio de la resurrección que se implica la una hacia la otra. Identificar lo que se puede hacer siempre será necesario. Ser solidarios y empáticos es una premisa ineludible. Que necesita fidelidad a la propia identidad. Pero ante el sufrimiento no siempre conseguiremos la respuesta que satisfaga todos los gustos. Por lo que ir podando la organicidad de la fe para tranquilizar conciencias o aliviar culpas, es no entender ni a la cruz ni a la Víctima y dar un flaco servicio a las víctimas. No tener todas las respuestas, es también una respuesta. Siempre que se la asuma de manera mariana, al pie de la cruz. Sino será la vuelta, también grave, a una fe palaciega, que tiene poco de fe cristiana y mucho de filosófica. Mantener una Iglesia de puertas abiertas para cualquier persona implica en aceptarla y asumirla desde su propia diferenciada realidad. Acompañarla es ya una respuesta. Y tiene más realismo que creer que cambios de fondo a la teología matrimonial, o cualquier cambio que comprometa el fondo de la teología ministerial va a resolver los dramas humanos, sea de lo vivido, sea de lo sufrido. Respetar la dignidad humana no se consigue si se reacciona doctrinalmente desde sentimientos de culpa e inferioridad por parte de la Iglesia.

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